El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) establece que los refugiados son «personas que no pueden regresar a su país de origen debido a un temor fundado de persecución, conflicto, violencia u otras circunstancias que hayan perturbado seriamente el orden público y que, como resultado, requieren protección internacional». En junio del 2020, 79,9 millones de personas habían abandonado sus hogares debido a la persecución, las violaciones de los derechos humanos y las guerras. De ellas, 26,4 millones eran refugiadas: 20,7 millones estaban bajo el mandato del ACNUR y 5,7 millones de palestinos bajo la protección de la UNRWA. Otros 45,7 millones de personas se hallaban desplazadas internamente dentro de su propio país, y 4,2 millones eran solicitantes de asilo.

Para todo emigrante supone una situación terrible la salida traumática de su país y de sus espacios naturales de convivencia, así como el desplazamiento obligado y el reasentamiento en realidades poco favorables para su desarrollo personal y para lograr salir adelante, tanto él como las personas de su núcleo familiar, ante las dificultades para lograr una correcta situación en los países de acogida, su incorporación a los mercados laborales y a los modelos de educación

Por si esto fuera poco, a todo ello se une que, en estos últimos años, se ha producido un terrible abuso por parte de algunos estados al convertir, dentro de situaciones de tensión diplomática, a los emigrantes y peticionarios de asilo en una terrible arma. Los expertos en seguridad internacional plantean que el uso de los emigrantes como instrumento de presión es un claro ejemplo de lo que viene a denominarse amenaza híbrida, es decir, acciones no convencionales de enfrentamiento entre actores estatales y no estatales.

Son ejemplos de ello la llegada de cerca de 8.000 personas a Ceuta, el anuncio turco de una política de fronteras abiertas que provocó que unas 13.000 personas intentaran entrar por territorio griego o la situación que actualmente se vive en la frontera entre Polonia y Bielorrusia, sin olvidar a los venezolanos ni perder de vista lo que podría ocurrir con los nicaragüenses en un futuro no muy lejano. En todos estos casos, los migrantes han sido usados como un arma de presión dentro de un escenario de tensión internacional donde, como bien indica Blanca Garcés, investigadora de Cidob, «dejamos en manos de países que no garantizan los derechos humanos el cumplimiento del derecho internacional de protección a los refugiados».

Esta arma híbrida se compone de historias personales que anhelan un futuro mejor, personas manipuladas y utilizadas por aquellos que, en situaciones de tensión diplomática, no tienen inconveniente en hacer caso omiso a la protección internacional de los refugiados. La comunidad internacional debiera por ello advertir muy seriamente a dichos estados de su obligación en la protección internacional de estos seres humanos, de quienes no cabe olvidar las causas de su huida.