Estos días, las entidades sociales y oenegés zaragozanas están recibiendo una felicitación navideña muy especial, la del Área de Acción Social y Familia del Ayuntamiento de Zaragoza. Lo que la hace diferente es que, por quinto año consecutivo, un grupo de usuarias del albergue municipal para personas sin hogar ha sido el encargado de crearlas.

Se trata ya casi de una tradición que inició Luisa Broto, de Zaragoza en Común, cuando era la responsable del área. Y que su sucesor en el cargo, el popular Ángel Lorén, ha decidido mantener, con el apoyo del Servicio de Mujer e Igualdad.

La tarjeta es el fruto de casi tres meses de trabajo, en los que estas mujeres han elaborado a mano 600 ejemplares con materiales reciclados, dentro de un taller ocupacional incluido en el Plan de Primera Oportunidad, con el que el Gobierno municipal busca promover su capacitación personal y laboral, como parte de los itinerarios de inserción. Hasta siete usuarias del albergue han pasado cada martes y jueves por el taller durante el último trimestre, donde han compartido un espacio de aprendizaje, socialización y trabajo en equipo, y han tenido ocasión de intercambiar experiencias y conocimientos.

Todo este esfuerzo culminó hace unos días, cuando cinco de ellas, junto a sus monitoras, acudieron a la plaza del Pilar para entregar las postales a Lorén. Él hizo de anfitrión y les mostró la planta noble de la casa consistorial, donde pudieron de hablarle de su situación y trasladarle sus reivindicaciones, sentadas en las mismas bancadas que ocupa la corporación municipal en los plenos. Entre ellas estaban Fanny y Yolanda, con las que Espacio 3 ha tenido la oportunidad de charlar para conocer qué historias personales se esconden detrás de esta tarjeta navideña.

Fanny llegó desde Ecuador hace 22 años “con el propósito de trabajar”. En todos estos años, ha sido empleada del hogar y ha cuidado a personas dependientes como interna, “pero siempre se termina, porque las abuelas son muy mayores y acaban falleciendo”. La última vez le ocurrió en plena pandemia, y volvió a verse en la calle.

A lo largo de su vida, Fanny ha pasado por varios episodios de sinhogarismo. Cuando llegó a Zaragoza vivió un tiempo en El Refugio. Después se casó, tuvo tres hijos y llevó una existencia que podría calificarse de normalizada durante ocho años, con familia, casa y trabajo. Pero, a raíz de su divorcio, “mi camino empezó a ir mal”.

Yolanda, por su parte, está convencida de que las malas relaciones con su familia son las que le han condenado a vivir en la calle. Pero su historia es mucho más compleja. Varios tratamientos fallidos contra sus adicciones, enfermedades, problemas personales y varias estancias en prisión no han hecho sino complicar su situación. “La cárcel me dio un golpetazo, y cuando estaba allí me quisieron quitar a mis hijos”, recuerda con dolor. Ahora, el niño vive con su hermano, y su hija, con su madre.

En el caso de Fanny, dos de sus hijos acabarían marchándose a Ecuador, y el otro, a Francia con su padre. Los ve por videollamada. Entre tanto, cursó estudios de atención sociosanitaria y obtuvo la nacionalidad española, mientras se sucedían los trabajos, “pero sin lograr la estabilidad, por lo que tenía que dejar la habitación en la que vivía” realquilada.

Y así le ocurrió varias veces. “Perdía el empleo, trataba de buscar otro, pero no encontraba, y no podía pagar el alquiler”. En estas ocasiones, acababa recurriendo al albergue municipal. Hoy sigue desempleada, pero está encauzando su vida con la tranquilidad que da tener un techo, pues vive en piso social del programa Primera Oportunidad, gestionado por Familias Unidas. “Sé lo que es vivir en la calle y pasar hambre, por lo que ahora estoy contenta”, asegura, sonriente.

Esta oenegé está especializada en trabajar con inmigrantes latinas que llegan a España para trabajar como internas y se encuentran con problemas similares a los de Fanny. Les resulta muy difícil lograr la estabilidad laboral, pues las personas a las que cuidan, enfermas y mayores, suelen acabar falleciendo más temprano que tarde. Y entonces no solo pierden el trabajo, sino también su residencia, pues viven en la casa de la persona a la que atienden, y Familias Unidas les proporciona alojamiento.

El presente de Yolanda, hoy por hoy, es un poco más sombrío. Cobra una pensión no contributiva de 400 euros, con la que no puede permitirse pagar una vivienda. Entra y sale del albergue municipal de forma intermitente, pero le cuesta amoldarse a las normas mínimas de convivencia que se exigen en este equipamiento, por lo que, en estos momentos, pese al frío, prefiere dormir a la intemperie.

“Cuando salí de la cárcel, me vi en la calle. Luego tuve una pareja que me maltrataba, y más tarde sufrí una agresión sexual junto al Edificio Trovador”, relata. Trauma sobre trauma. “Ahora me siento protegida porque cada noche tengo un coche de policía que vigila por mi seguridad, a raíz de mi denuncia por malos tratos”.

Sin embargo, confiesa con amargura que ha perdido toda esperanza de mejorar su situación y salir de la calle. “Yo ya me he rendido”. No ha podido, o no ha sabido, aprovechar las oportunidades que le han dado a lo largo de los años para solucionar sus problemas. Sin embargo, estos meses, mientras participaba en la creación de las tarjetas navideñas, al menos ha desconectado por momentos de su dura realidad, sintiéndose parte de un grupo.