¿Sus imágenes están más cerca del periodismo o del arte?

Creo que las fronteras entre el arte y el fotoperiodismo son muy difusas. Siempre se ha dicho que el periodismo tiene que ser objetivo, cuando la fotografía es completamente subjetiva, porque el momento en que reencuadramos la realidad es algo muy personal. Estamos poniendo parte de nuestro corazón, nuestros sentimientos, miedos y esperanzas dentro de cada imagen. Si bien bebo mucho del periodismo como una herramienta para comunicar, contar y crear memoria, mis imágenes, muy pictóricas, también están impregnadas de mi bagaje personal y vital.

¿Por qué ha girado buena parte de su carrera en torno a la guerra y sus consecuencias?

Cuando me aproximo al conflicto y lo que la violencia deja tras de sí, me interesa rescatar la esperanza y la resistencia de las personas que viven atrapadas en ese conflicto que muchas veces no han provocado ellas. Tenemos que crear memoria. Se nos olvidan con demasiada facilidad las desgracias y las tragedias. Somos espectadores de desastres a distancia. Y creo que es una buena fórmula para crear preguntas y que el espectador se plantee de dónde vienen las cosas, en qué se sedimenta su bienestar o por qué, en tres cuartas partes, el mundo está hecho una mierda y no existe resiliencia, sino desesperación. Por supuesto que el hombre tiene la capacidad, es lo que lo hace único e increíble, de superar cualquier adversidad. Y ahí es donde convergen el dolor y la esperanza, las ganas de querer contar y querer documentar. Creo que sin imágenes no hay memoria, y somos contadores de historias.

De todas las historias humanas que ha contado en imágenes, ¿cuál le ha dejado un poso especial?

Hay muchas, y cada historia y cada país son como un tatuaje que te va marcando y se convierte en parte de ti. Pero intentar reflejar en una historia tantas experiencias sería casi insultar los recuerdos y las memorias que me han brindado todas las personas que he conocido en los últimos veinte años en países como Pakistán, Afganistán, Nigeria, Siria, Libia, Irak, Líbano, Nigeria, Turquía, Nepal, Ucrania, Colombia... En cada sitio he sido afortunado de que la gente me haya abierto la puerta y me haya querido contar sus historias. No hay una que me haya marcado, son todas. Es el cómputo general. Pero no tenemos que cruzar el mundo para retratar el dolor, cuando a veces lo tenemos a la vuelta de la esquina. Hay historias que me han destrozado el corazón hasta en España, como cuando estuve en Paterna (Valencia), en la mayor fosa común del franquismo, encontrándome con familiares que no conocían aún dónde estaban los restos de sus de sus allegados.

¿Su labor cumple una función social?

La función social parte de la base de que, en el momento en que un espectador mira tus imágenes y le haces plantearse preguntas y cuestionarse ciertos cánones que tenía prefijados, para mí eso es ya un logro. Necesitamos despertar, crear memoria y remover conciencias. Desgraciadamente, muchas veces, nuestros gritos se quedan ahí, rebotando en el hueco del silencio, cuando vemos que las actitudes de los políticos y las grandes empresas siguen siendo iguales y, en vez de estar por y para el pueblo, están por y para su bolsillo. El fotoperiodismo tiene que ser un contrapeso del poder, y no parte del mismo. Pero, en el momento en que los medios son conglomerados llevados por empresarios, en vez de periodistas, esa relación se distorsiona, se desvirtúa y se prostituye. El periodismo deja de ser esa válvula de contención para convertirse en una parte más del poder.

Pero sí que ha trabajado con organizaciones como ACNUR o Unicef.

Sí, claro, colaboro con ellos porque es una pata más de la vida del freelance. Trabajo para The New York Times, pero necesito hacer malabares para poder plantearme mis proyectos, como mi libro, para cuya publicación he tenido que hacer un crowdfunding. Vivir solo de la prensa es muy difícil, por lo que busco también otras pautas, y una es la fotografía humanitaria. Pero es increíble poder trabajar para organizaciones que están sobre el terreno y saben las necesidades reales de la gente que lo está pasando tan mal, que huye de las guerras o está enfrentándose a tragedias humanitarias.

Su libro, que verá la luz en mayo, lo dedica a Líbano, pese a que ha escrito que aterrizó en Beirut con un paracaídas oxidado. ¿Ha superado ya esa sensación, después de seis años?

Sí, por supuesto, pero al principio llegas y estás a verlas venir, intentando hacer contactos, porque sin la aceptación de la sociedad que quieres retratar no tienes historia que contar. Mi gran jarro de agua fría llegó con la explosión del año pasado. Fue el momento en que realmente me di cuenta de que el país significaba más para mí de lo que yo pensaba.

¿Qué cuentan las imágenes de ‘El colapso fenicio’?

Es una radiografía del colapso de una sociedad compuesta por un tejido multiconfesional donde convergen demasiados factores: Líbano en sí mismo, Israel, Siria… De aquel país que fue la perla de Oriente, la Suiza árabe, cuento su descenso a los infiernos, cómo se puede llegar a tocar fondo. Y no es un Líbano que sea ajeno a mí, sino que es mi segundo país, donde he visto nacer y crecer a mi hijo. Hay una implicación afectiva muy fuerte, por lo que es un libro personal. Es un ejercicio de reflexión. Creo que no se le está prestando demasiada atención a ese país, y había que hacer algo para crear esa memoria, porque su crisis es humana y política, está hecha a conciencia, no es un desastre natural.

¿Hay esperanza para Líbano?

Hay algo de esperanza, pero poca, muy poca, aunque siempre nos tenemos que aferran a eso. El problema es que está colapsado completamente. No hay más que una hora de luz al día. Las condiciones de vida van cada vez a peor.

¿Cuál será su siguiente parada?

Sigo con mi proyecto de ataques a la educación, que se llama Educación secuestrada, en el que llevo trabajando diez años. Al final, creo que lo que nos permite la fotografía es profundizar, centrarnos, especializarnos en una temática y, poco a poco, ir desarrollándola para contar mejor la verdad.