¿Es ‘La nueva cooperación’ un manual de instrucciones para la nueva ley?

Es en realidad una especie de libro blanco, una reflexión colectiva de personas vinculadas alrededor de las coordinadoras estatal y autonómicas de oenegés, en un intento de actualizar la idea de cooperación, mucho más moderna, más enfocada en derechos humanos y con una mirada ecofeminista. Con esta propuesta política queríamos cuestionar la idea tradicional de desarrollo en la cooperación, algo desfasada, que en muchos casos no aporta gran cosa, más allá de nuestra propia satisfacción o de la necesidad de paliar ciertas situaciones realmente difíciles.

¿Cómo valoran el anteproyecto de ley?

Supone un impulso político para la cooperación y rompe una tendencia de desarticulación de esta política pública, casi una negación, por parte de anteriores ejecutivos conservadores. Pero el enfoque nos parece demasiado precavido y poco ambicioso. Han adoptado esa imagen más actualizada que defiende el libro, pero han optado por buscar un consenso con las fuerzas que no han defendido la cooperación en su momento, intentando negociar una visión no tan valiente en esa mirada de los derechos humanos.

¿Qué aspectos son mejorables?

No apoya la educación para la ciudadanía global y no reconoce el trabajo de organizaciones y administraciones descentralizadas subestatales en todo el territorio para tener una ciudadanía crítica y bien situada ante todos los retos que tenemos por delante. Hay cierta sensación de centralización. Y se está apostando mucho por la cooperación financiera como válvula de escape, para evitar un modelo que necesita de una Administración fuerte, con muchas capacidades, empezando por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), que tiene que afrontar una reforma muy importante porque se ha erosionado muchísimo y ya no está a la altura de las propuestas del propio sector.

¿Esa apuesta por la cooperación financiera es un reverso ‘perverso’ de la futura ley?

De momento, la ley no tiene ningún aspecto perverso, pero, en su desarrollo, sus efectos pueden tener trampas si la cooperación financiera se convierte en el vehículo de crecimiento hacia el 0,7%. Las empresas españolas ya forman parte del sistema de cooperación cuando, a través de esa cooperación financiera, se apoya a otros países para que realicen grandes infraestructuras o programas de ese tipo. Y participan en esas licitaciones porque son buenas, tienen unas capacidades realmente potentes. Lo equivocado es hacerlo en clave de promoción del tejido empresarial español. Puede colaborar prestando servicios, pero lo que tendría que promocionarse es el tejido empresarial de los países en los que estamos trabajando, es decir, la generación de riqueza, empleo y medios de vida.

Y eso, ¿cómo se hace?

La pregunta inicial debería ser cuáles son los derechos a construir en todos esos países, y luego, ver qué es lo que podemos aportar desde el nuestro. Pero muchas veces se plantea al revés: “Con esto que tengo, ¿cómo puedo colaborar?”. Y eso acaba pervirtiendo el sentido de la cooperación. Tendríamos que ser mucho más ambiciosos y empezar a ver qué modelos económicos y de empresas estamos exportando con nuestra acción exterior. La coherencia de políticas es uno de los puntos que habría que trabajar más en la ley.

¿Cómo es ahora esa coherencia?

España se está dotando de mecanismos para trabajarla. En la coordinadora hemos desarrollado un índice para medirla y no es el peor de los países. Ahora bien, hay episodios realmente hirientes, como estar por un lado vendiendo armas a Yemen y por otro dándoselas de constructores de paz. Hay muchas políticas que todavía colisionan entre ellas y que podrían estar desmontando los esfuerzos que se están haciendo.

¿Qué tiene que cambiar para que la cooperación tenga un verdadero enfoque que derechos?

Tenemos que hacer autocrítica. Las primeras que tenemos que cambiar y salir de nuestra zona de confort somos las oenegés. Es muy gratificante hacer de salvadores y, en vez de coger el camino largo de las transformaciones, ponerse a hacer aquello que, como blancos occidentales, pensamos que hay que hacer. En vez de tantas fotos y bandas inaugurando hospitales y escuelas, hace falta más acción política y más trabajo horizontal con las comunidades. El problema del acceso a la vivienda, la energía, el agua o los alimentos es algo que compartimos en todas partes. Y darse cuenta de que son luchas compartidas está en la raíz de esa nueva cooperación que buscamos.

¿Es posible hacer cooperación sin un enfoque feminista?

Es perfectamente posible. Otra cosa es que sea recomendable. Pero es difícil adoptar un enfoque feminista porque, al final, se trata de desmontar una sociedad que lleva desde el Neolítico basada en la opresión de una clase, que es la mitad de la población. Es una tarea enorme y hay que ir avanzando poco a poco, desde una perspectiva donde el género importe, si realmente queremos transformar las injusticias que hoy en día se siguen reproduciendo.

Una de las grandes virtudes de la cooperación española es su descentralización. ¿Qué oportunidades brinda la nueva ley?

Es una de sus señas de identidad, algo que no se encuentra en prácticamente ningún otro país del mundo porque, en realidad, la cooperación en España empezó de abajo arriba. Fueron primero los municipios, las diputaciones y las comunidades autónomas las administraciones que se hicieron eco de ese reclamo de la sociedad civil, y eso brinda muchas oportunidades para conectar con ella y ponerle delante los retos globales, que ya son locales. También sitúa a todas las administraciones públicas en lo que nos piden las Naciones Unidas y la Agenda 2030. La ley reconoce ese espíritu, pero la gobernanza que se ha apuntado en el anteproyecto no aporta ninguna novedad. Sería interesante que delegara capacidades, por ejemplo, contando con los municipios y comunidades autónomas para la educación para el desarrollo, o que reconociese los fondos municipales de cooperación. La ley dice nos vamos a coordinar, pero habría que definir cómo y para qué.