Dos acontecimientos han golpeado con brutalidad este 2022: la masacre de Ucrania y la masacre de Melilla. Es probable que no cree rechazo aplicar ese término a Ucrania; pero muchos también lo han aplicado a Melilla. Dos acontecimientos de diferente magnitud, pero que han resultado interrelacionados por diversos lazos concernientes al mundo de la cooperación.

Cátedra de Cooperación para el Desarrollo

La primera interrelación se ha dado a nivel migratorio. Múltiples voces se han alzado poniendo de manifiesto su escándalo ante la descarada discriminación que ha supuesto la acogida inmediata de la migración ucraniana, frente a la infinidad de trabas que sufrían y siguen padeciendo el resto de migrantes, en especial las personas africanas. Han saludado con satisfacción esa receptividad sobrevenida, pero han reclamado igual trato para quienes vienen de situaciones similares y en peores condiciones.

La segunda interrelación está ligada a la crisis energética y alimentaria provocada por la guerra, que nos ha afectado a todos los países, pero más severamente a los que de menos recursos alternativos disponían. Todo ha sido más caro y, en algunos casos, ni siquiera ha sido para ellos.

Y afecta al mundo de la cooperación porque, quienes más lo han sufrido, como decía, son los mismos: igual que ocurre en nuestras crisis domésticas, aquí también son los países receptores de ayuda los que están pagando a nivel mundial los platos rotos.

Hemos oído a nuestro gobierno decir que la solución es invertir en origen (no es nuevo, también lo dijeron anteriores). Suponemos que eso significa un replanteamiento de la cooperación hacia algo así como nuevos ‘planes Marshall’. Pero, al margen de la idoneidad de esos enfoques, tememos que no caminamos en esa dirección cuando, en paralelo a los acontecimientos citados, se desarrollaba en Madrid la cumbre de la OTAN, en la que se abrían las puertas a nuevos países, a la vez que se les pedía a todos incrementar los gastos en defensa, y se definían estrategias que convertían a la migración en amenaza militar.

Ningún pueblo ha ganado ninguna guerra. En ellas solo se generan vencedores (unos pocos) y vencidos (la inmensa mayoría, que incluye a los que se consideraron vencedores). Ya tenemos bastante, todavía, con las catástrofes naturales, como para que tengamos que acudir a emergencias que nosotros mismos provocamos. No es la guerra lo que hay que preparar, sino la paz. Y la paz no se construye con armamento, que solamente genera más muertes y destrucción de uno y otro bando. Pero incrementa el PIB.

Se han manejado cifras astronómicas para la reconstrucción de Ucrania. Hay que hacerlo, pero también habrá que reconstruir, y hasta quizás simplemente construir, esa serie de países a los que meramente ayudamos con unos porcentajes simbólicos de nuestra riqueza. Esto supondría, en primera instancia, unos incrementos realmente significativos de nuestra ayuda, pero también un cambio de estrategias, un cambio de políticas que lograsen una coherencia de acción de cara a un planeta en el que todo el mundo, viviese donde viviese, lo pudiese hacer dignamente, sin que hubiese las escandalosas desigualdades que hoy se dan y en donde no dilapidásemos el legado que deberíamos dejar a las futuras generaciones.