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Artículo de firma invitada

Historias de África

Juan Cañada Guallar

Impulsor de proyectos de cooperación

Aquel hombre me miraba a la cara con detenimiento y ternura, pese a las cataratas y a la media ceguera que nublaban sus ojos. Vivía en una casita de apenas unos metros cuadrados, una chabola donde dormía sobre una colchoneta extendida en el suelo. Sus pertenencias se reducían a algo de ropa guardada dentro de un saco de hule, para que no se mojara ni los ratones hicieran en ella sus nidos.

En una de las esquinas observé un balde con jabón y unos paños que hacían las veces de toallas. Las paredes eran de cartón y chapa de aluminio, y el techo, una plancha de hierro oxidado que mostraba agujeros, como si pretendieran imitar estrellas en el cielo. Todo aquel espacio hablaba de abandono y de olvido, pero también de la dignidad serena de quien ha sabido hacer de muy poco una vida plena.

Antes de despedirme, le tomé las manos y las besé. Le prometí que no lo olvidaría. Fue uno de esos encuentros que quedan grabados para siempre, y que reaparecen en la memoria cuando contemplo el despilfarro y el derroche en nuestra sociedad. Este buen hombre me demostró que la pobreza puede convivir con la dignidad y el silencio.

Otra historia que terminó en lágrimas se vivió en el orfanato Mama Koko, ubicado en Kimbondo, muy cerca de Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo. Allí viven más de mil niños, lo que lo convierte en el más grande de África, mientras educadores y ayudantes procuran crear un ambiente familiar. A veces, los pequeños son abandonados a las puertas del centro; otros, provienen de familias en las que han fallecido todos los miembros; y también hay quienes huyen de sus casas en busca de un hogar sin violencia ni maltrato.

Al frente de esta iniciativa está el padre Hugo, un religioso dispuesto a hacer las veces de padre y madre, de abuela y hermano, de confidente y maestro. Cuando lo vi por primera vez, tenía el rostro tranquilo, la mirada serena y la incertidumbre de pensar qué ocurriría con esos niños cuando él muriera. Un cáncer muy avanzado apenas le dejaba unos meses de vida. Y una vez más tomé las manos de otro hombre —las del padre Hugo— y las besé: manos que consagran y bendicen, que acarician y limpian los rostros sucios de niños moribundos. Le pedí al buen Dios que lo ayudara y le diera fuerzas para seguir haciendo familia y hogar entre los niños abandonados del Congo.

Estas son solo algunas de los miles de historias que cualquier persona puede descubrir en las barriadas más pobres de las ciudades africanas. Vivir y trabajar junto a los más humildes durante un mes en este continente equivale a un año de vida en Occidente. Conocer a ancianos que te miran como lo haría un niño, descubrir almas que se niegan a quejarse o a llorar, y que te ofrecen hasta lo que no tienen, produce una sensación difícil de explicar. Una hermosa lección: que la vida, por muy dura que sea, sigue mereciendo ser vivida.

Estos, y otros relatos, se recogen en el libro Desde las Colinas del Ngong. Historias de África, que presentamos en el Casino de Teruel, este miércoles, 29 de octubre, a las 19.30 horas.

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