Mira de frente y tiene la risa franca. Parece una persona transparente, sin doblez, pero lo que en apariencia es sencillo resulta a veces dificilísimo de plasmar. ¿Cómo se hace la acuarela de un vaso de agua?, ¿dónde están los matices? Más o menos, esta es la sensación que embarga al abordar el perfil de Ada Colau Ballano (Barcelona, 1974), un retrato intermitente, hecho con fragmentos, a partir de conversaciones con su círculo próximo: familia, amigos, miembros de su equipo y compañeros de viaje, un periplo insólito que la ha llevado a presidir el consistorio barcelonés desde las camisetas verdes de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.

Si hubiéramos de creer en el horóscopo y en las energías kármicas de los hinduistas, el año que vio nacer a la futura alcaldesa venía preñado de presagios: en 1974 convergieron la Revolución de los Claveles de Portugal, la caída del régimen de los coroneles en Grecia y el escándalo Watergate, cuando dos periodistas del Washington Post lograron tumbar al presidente Nixon y su juego sucio.O sea, un periodo de tralla.

Los vientos de cambio se tradujeron aquí en las últimas boqueadas de una dictadura que agonizaba matando, de manera que el alumbramiento de Colau se produjo pocas horas después de la ejecución, en la prisión Modelo, del anarquista Salvador Puig Antich, el último preso en España pasado a garrote vil. La madre de la activista, Tina Ballano (Soria, 1951), recuerda a la perfección el clima crispado: «Yo no militaba en ningún partido, pero como ciudadana viví muy a fondo el final del franquismo. Había acudido a las manifestaciones embarazada de Ada». Lo mismo que haría años después la nueva timonela del ayuntamiento con su hijo Luca, apenas un bebé cuando ya cargaba con él a cuestas en las manis del 15-M. El crío tiene ahora 4 años.

«¿Qué pasó con Puig Antich?»

El 3 de marzo de 1974, la mamá primeriza que era entonces Tina, una chica jovencísima que había llegado a Barcelona con 9 años, formuló dos preguntas nada más despertar de la anestesia: «¿Es niño o niña?» -las ecografías ni se conocían- y «¿qué ha pasado con Puig Antich?». La respuesta a la segunda fue más difícil porque el indulto nunca llegó.

Ada Colau se crio en el barrio del Guinardó y después vivió en Congrés y Ciutat Vella. Sus progenitores se separaron cuando ella contaba 3 años y su madre rehízo al poco su vida con su actual compañero, Anton Layunta, con quien tuvo otras tres hijas: Lucía y las gemelas Clara y Alícia. Las groupies de Ada, el club de fans, el matriarcado en casa.

Es con la madre con quien emerge la charla más íntima, la luz melosa, el recuerdo de aquella niña que vivió la infancia de La vuelta al mundo de Willy Fog, la misma época de las hombreras espantosas, el aceite de colza y los navajazos traperos de Dallas y Falcon Crest. «Era una niña especial, despierta, inteligente y sin complicaciones», comenta Tina; todos los males los curaba «el arròs bullit de la mama». Una madre que sufre, como todas, por lo que se le viene encima, pero que al tiempo se siente muy orgullosa de su hija. Por su puesto de trabajo, como agente comercial en una inmobiliaria, se ha intentado afear el expediente de la líder de Guanyem, pero Tina se explica: «Nunca he sido una especuladora y desempeño mi tarea con toda la honestidad que puedo. Cobro un sueldo que da justo para pagar facturas».

En la adolescencia surgió algún roce de convivencia entre Ada y sus hermanas por la diferencia de edad -se llevan 7 y 9 años-, porque a aquella chavala metódica y ordenada se le complicaba el estudio con la curiosidad revoltosa de las pequeñas. A menudo, repasaba los apuntes en los cafés de Ciutat Vella. Leía mucho. Sartre, Camus, la Beauvoir; el existencialismo comprometido.

Se estrenó muy temprano en el activismo social, y todavía cursaba BUP -era delegada de curso, en la Academia Febrer, que ya no existe- cuando participó en las marchas contra la primera guerra del Golfo en 1990. Tal vez por eso, por la continua implicación en las movidas, abandonó la carrera de Filosofía a falta de dos asignaturas y con un expediente de relumbrón. «En algún momento sé que acabaré la licenciatura -ha explicado Ada Colau-. Lo haré en memoria de mi abuelo, un hombre humilde y sin estudios».

Tina Ballano aclara de qué abuelo se trata: Ramon, el padre de su padre, quien adoraba a su primera nieta. «Ninona, acaba la carrera y nunca te metas en política», solía aconsejarle. El yayo se habría llevado, pues, alguna sorpresa, pero como sentenció alguien, más másteres da la vida. O dicho de otra manera, No ens calia estudiar tant, título del último libro de Marta Rojals, un compendio de artículos sobre las incertidumbres de la generación Colau.

Tras las movilizaciones por la contienda en Irak, se solaparon las campañas contra la globalización, que irrumpieron con mucha fuerza en Barcelona en el 2001, y el activismo en las cuestiones de vivienda, con iniciativas como el Taller contra la Violència Immobiliària y la organización V de Vivienda, donde conoció a su actual pareja, Adrià Alemany (Barcelona, 1979), un periodo en el que no dudó en disfrazarse de superheroína enmascarada para llamar la atención sobre la imposibililidad de acceder a un techo aunque lo ampare la Constitución. Su militancia a pie de calle no es de anteayer, sino que arrancó hace una década.

Fue en esta época cuando se cruzó en su vida Gala Pin (Valencia, 1981), una de sus más estrechas colaboradoras y séptima en la lista de Barcelona en Comú. «Cuando llegué a la ciudad, en el 2003, conocí a una Ada muy inteligente, trabajadora, con una gran capacidad de comunicación y muy segura de su conocimiento sobre los barrios», comenta.

Por aquel entonces, aún no había estallado el ladrillazo, pero comenzaba a extenderse cierto olor a chamusquina por la burbujización del precio de los pisos, la sobreabundancia de hipotecas y la estrechez del mercado laboral para la generación mejor preparada de la historia. Treintañeros que tenían (y tienen) que empalmar contratos precarios: la misma Colau hizo de encuestadora, tuvo un papel fugaz en una fracasada serie de Antena 3 y, un verano, trabajó para el Museo de Cera, en la Rambla, disfrazada de princesa como reclamo para los turistas.

Un tiempo aquel en que se fraguó el lema «No tindràs una casa en la puta vida» con un activismo que aún no se traducía en detener desahucios, sino en poner coto a la presión, al mobbing que estaban sufriendo ancianos con contratos de renta antigua por parte de propietarios e inmobiliarias.

Cuartel okupado

Gala Pin y la nueva alcaldesa son buenas amigas y compartieron techo en un espacio okupado. Un episodio que invita al titular facilón y parece incomodar a la interlocutora porque aquella acción «pretendía ir mucho más allá y aspiraba a transformar el modelo de barrio». Por así decirlo, el asunto no iba de crestas y perroflautismo, sino de trabajar para los vecinos. El inmueble en cuestión era un antiguo cuartel de la Guardia Civil en el barrio de la Barceloneta, en concreto en el número 11 del paseo Joan de Borbó, un edificio de cinco plantas, bautizado como Miles de Viviendas, que los ocupantes acondicionaron y cuyas cañerías desatascaron. En los bajos, montaban talleres, exposiciones y sesiones de cine para el vecindario.

Después de la demolición del cuartelillo, el grupo de activistas -Colau entre ellos- okupó un edificio histórico en la calle de Magdalenes con el propósito de proteger a tres inquilinos ancianos que se habían quedado solos frente al acoso inmobiliario. El Espai Social Magdalenes fue desalojado en el 2010, y el solar que ocupaba es hoy un descampado a la espera de que la firma Catalonia Hotels& Resorts comience las obras.

Podría decirse que en aquel espacio, apoyado por la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona, se gestó el embrión de lo que sería la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), fundada en el 2009, en pleno estallido del boom inmobiliario, y que obtuvo su gran espaldarazo al año siguiente, el 3 de noviembre del 2010, al parar su primer desahucio. Se trataba de Lluís Martí, un mecánico de motos de La Bisbal del Penedès que se había quedado sin blanca. Colau y su compañero, Adrià Alemany (Barcelona, 1979), estaban allí para echarle una mano.

De alquiler en Gràcia

Cinco años después, la pareja carece de hipoteca y vive en un piso de alquiler de 80 metros cuadrados en el Camp d’en Grassot (Gràcia), cerca de la Sagrada Família. Pagan 900 euros al mes. Tienen un coche de segunda mano, cedido por una tía de Alemany, que apenas utilizan para salir de la ciudad. Colau jamás ha pedido un crédito bancario. El hijo de ambos, Luca, va al colegio público. Y la futura alcaldesa ha prometido ponerse un sueldo de 35.000 euros al año (Xavier Trias ganaba 144.000). A causa de estos cabos sueltos, por afán de atarlos, la charla con el economista Alemany adquiere tintes de interrogatorio policial por impericia de la entrevistadora:

-¿Cuánto dinero entra en casa?

-Ada cobra ahora un sueldo de 1.500 euros.

-¿Se los paga el Observatori DESC?

-No, ahora los recibe de la candidatura Barcelona en Comú.

-¿Y usted?

-Yo cobro 1.600 euros netos. Trabajo como asalariado para una fundación privada, y me contrató una ETT.

-O sea, pura clase media.

-Yo diría más bien clase media baja.

El padre de Adrià es veterinario, la madre, profesora en una escuela del Raval, y cuando habla de sus abuelos salen a relucir viejos oficios de la menestralía o sueldos muy estrechitos: carpintero, carnicera, guardia civil, costurera… Nada de patrimonios, a pesar de que han detectado que unos detectives visitaron el pueblo de Estopanyà, en la Franja, donde la familia de Alemany posee una vieja casona, humilde, que en su día costó un millón de pesetas. ¿Qué pretendían? Se supone que indagar, rascar, buscar alguna mácula.

Roto el hielo, ya más relajados, Alemany confiesa que esta campaña ha sido dura, «un año de arrancar el voto plaza a plaza, de convencer a la gente contra la campaña del miedo». No me atrevo a preguntarle si les queda hueco para el ocio, para el relax de pareja, porque tampoco parece esta época propicia a bajar la guardia.En estos años de pelea, lo han pasado mal y han llegado a recibir amenazas. ¿La peor? Un fotomontaje de su pequeño con la cabeza atravesada por una bala. No es de extrañar que alguna vez Ada Colau se haya sentido agotada y con ataques de angustia.

Comparecencia en el Congreso

La mala racha coincidió con el cénit de popularidad de la activista, en febrero del 2013, cuando en su comparecencia en el Congreso de los Diputados, para defender una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) sobre la dación en pago, tildó de «criminal» al presidente de la Asociación Española de la Banca, Javier Rodríguez Pellitero. Fue la época en que Cristina Cifuentes, entonces delegada del Gobierno en Madrid, vinculó a la PAH con «grupos filoetarras» y María Dolores de Cospedal calificó de «nazismo puro» los escraches de los desahuciados frente a las casas de los políticos. La guerra mediática: también un tertuliano le espetó durante un debate en La Sexta: «Está usted muy gordita para el hambre que se pasa».

Trabajadora, constante, sensible con los débiles, fuerte y dueña de una retórica habilidosa que no le impide decir lo que piensa. Son expresiones estas que emplea su círculo más o menos próximo para definir a la futura alcaldesa, cualidades a las que el abogado Hibai Arbide (Bilbao, 1979) añade una interesante apreciación: su afilada «capacidad estratégica». La que le permitió, por ejemplo, vislumbrar el punto débil de los bancos: su imagen pública. La misma que la persuadió a acumular 1,5 millones de firmas para presentar la mencionada ILP que, si bien fue bloqueada por el PP, obtuvo a la postre un empujón con la sentencia del Tribunal Europeo de Justicia que señaló como «ilegal y abusiva» la ley hipotecaria española.

El letrado Arbide y Colau se conocieron en los tiempos del edificio okupado en Magdalenes, cuando aquel y el también abogado Jaume Asens, hoy número cuatro en la lista de Barcelona en Comú, echaban una mano a los activistas con el papeleo legal. Arbide reside ahora en Grecia y mantiene con la alcaldesa una relación cordial; coincidieron por última vez en enero, cuando Colau y su mano derecha, Gerardo Pisarello, asistieron al mitin final de la coalición izquierdista Syriza en Atenas. Como observador en la distancia, Arbide se permite trazar paralelismos entre ambos escenarios, en el sentido de que las «políticas locales determinan cada vez más las globales». «El miedo está cambiando de bando», subraya; pero no un miedo entendido como amenaza, sino como pérdida de privilegios de la llamada casta.

Salto a la política

Pero volvamos a la capacidad estratégica de Ada Colau. ¿Ha sido esa visión táctica la que le sugirió abandonar la PAH para dar el salto a la política? ¿Fue cálculo? ¿Un espectacular gambito de dama sobre el tablero? Puede. Pero, en cualquier caso, no mintió al despedirse de la plataforma hace justo un año. Lo que declaró fue que descartaba un «fichaje individual» por partido alguno, y eso lo ha cumplido, aunque en su día tanto ICV como la CUP le tiraron los tejos. Sobre el papel, nunca dijo que no fuera a dedicarse a la política. A otra forma de hacer política: la de empoderar a los sin voz.

La arquitecta y exconcejala Itziar González también conoció a Ada Colau por las fechas en que esta peleaba contra el mobbing inmobiliario desde V de Vivienda y, en el recuerdo, la relación que ambas mantuvieron fue muy cordial. «Ada mostró siempre una actitud muy respetuosa hacia las instituciones, para nada destructiva, ni de machacar. Me decía: ‘Hay esto, regidora, resuélvalo’». González está persuadida de que la futura alcaldesa será dialogante.

Con el paso del tiempo -lo que son las cosas-, se han vuelto las tornas: Colau entra en política, mientras que la exconcejala se ha estrenado en el activismo social como presidenta de Parlament Ciutadà y fundadora del Institut Cartogràfic de la Revolta. La arquitecta se vio obligada a dar un paso atrás y presentar la dimisión, en abril del 2010, después de que le reventaran la puerta de su casa y la amenazaran de muerte tras haber descubierto un caso de flagrante corrupción en torno al Palau de la Música y la existencia de 1.200 apartamentos turísticos que no pagaban impuestos.

A pesar de la profunda soledad en que se sintió sumida, hay todavía lugar para la esperanza y la ilusión en su discurso. «Nunca como ahora, ni siquiera con Pasqual Maragall, que había militado en el antifranquismo, se había presentado una oportunidad tan nueva de hacer las cosas, una acción tan transversal para aplicar políticas innovadoras», subraya la urbanista frente a las trompetas apocalípticas. Solo es necesario, agrega, que al nuevo equipo se le concedan los cien días de gracia. Tres meses al menos.