El periodismo clásico, desde luego anglosajón, ordena que "si tu madre te dice que te quiere, busca una segunda fuente". Este nivel de exigencia se ha relajado, hasta el extremo de que la doctrina imperante grita que "no puede dudarse de la versión de las víctimas". El trabajo se simplifica, pero deja agujeros suficientes para que un joven de 20 años fabule una agresión ficticia, donde la ambientación homófoba es secundaria frente a la magnitud de la patraña.

En el terreno de la especulación con fundamento, el impostor se hubiera encontrado con notables dificultades para perseverar en su infundio ante un periodismo escéptico, incluso cínico con perdón. Sin embargo, y desde el malhadado 11S, los periodistas han de multiplicar la condición dramática de un suceso sin tomar la mínima precaución sobre su veracidad. Falsifican su trabajo bajo el disfraz de la superioridad moral, con un comportamiento que llevó a la credulidad en Afganistán o Irak, que ahora se revuelven contra la actualidad al igual que la versión tóxica de la falsa agresión a un joven en Madrid.

El iluso veinteañero, que encima actuaba por amor, carecía del poder para imponer su circunstancia a todo un país. Ese milagro interpretado con primor es un logro sinfónico de la orquesta mediática. No abundaban los "presuntos" ni los "supuestos", en las informaciones previas a la confesión de la víctima imaginaria. Solo el entreguismo garantizaba el espectáculo, porque fake no es lo falso, sino lo que hace Trump. El monumental batacazo colectivo no demuestra las limitaciones del periodismo, sino su extinción por sometimiento a las ortodoxias. Por desgracia, no hubo propósito de la enmienda cuando la policía desmanteló el engaño. La opinión pública articulada en los medios abona el error y la precipitación, pero nunca como hoy se había creído con patente de corso para prescindir de las pruebas, siempre que sea por una buena causa.