Desde la azotea de una gran suela, encima de las estructuras de la Expo, se ven los puentes sobre el Ebro en su plenitud. El del Tercer Milenio traza su arco blanco como la peineta del estadio de San Mamés. El de Zaha Hadid está tendido con las escamas al sol igual que un lagarto plateado. El iceberg está abierto de caja y muestra la gran cabeza que parece extraída de la Naranja Mecánica, pero sin zumbidos ni humos fatuos, de momento. El Pirulo de Manterola tensa los tirantes del puente en la dirección de la basílica, allá al fondo, a la que por la noche le han sacado un parecido con esos fanales de enchufe que se venden en las tiendas de recuerdos.

Se ven desde arriba las tercas colas humanas. Ejercicios de resistencia en catorce idiomas. Menos mal que no hay ni un solo mosquito (igual han echado ultrasonidos o algo) ni un pío pío en todo el recinto que no sea electrónico. Pasa de largo el río con esa lámina parda frente a las techumbres casi disparatadas. El acuario fluvial tiene un ático alegre, con mesitas y sillas de color naranja. El apelotonamiento está a ras de calle. La azotea de la Expo es una plataforma para ver el cielo libre, a cuello suelto, como cuando se va al campo la noche de San Lorenzo para ver las Lágrimas, mal llamadas Perseidas. Cruzan en silencio las cabinas colgantes y no para de girar el helicóptero con su motorcico de molinillo. Ayer era el día en que estaba el Rey y su séquito de vigilantes.

Sobre el césped del ático, en la gran visera, hay dispuestas unas farolas esféricas sin orden, grandes bolas de petanca abandonadas. Vistas desde arriba, las isletas temáticas parecen tiovivos parados en la mañana de feria, efímeros y tristes, pero por dentro están en movimiento. De repente, sube un olor a sardinas asadas como en Guetaria. La vida está abajo.

En el pabellón de Acciona, por ejemplo, se sigue con la mano la grieta en la pared de plomo y aluminio. marcas de residuos urbanos, ratones de ordenador, planchas, llaves, cedés... La grieta se ramifica y la pared se va cerrando en espiral, comprimiendo al visitante, hasta que ya no hay avance. Es la Zona de la Tierra. En la del Agua parece que está lloviendo y las pisadas del que llega dejan huellas de charco; surgen flores y colores en la gran pantalla: Corrientes aguas, puras, cristalinas / árboles que os estáis mirando en ellas..., como si aquello lo hubiera diseñado Garcilaso. Los niños corren a tocar la pantalla con trinos y gorjeos.

Pero llega la contaminación y el colapso; objetos virtuales que van cayendo. Todo se aparta a nuestro paso, renegando del hombre. Al fin llueve otra vez y todo empieza a crecer desde las ráíces. En la Zona del Aire hay una sensación de calma; el espacio es luminoso y etéreo, construido a partir de burbujas de oxígeno. Las turbinas transforman en electricidad la biomasa, la fuerza del viento y cualquier potencial renovable.

En la calle, filas de voluntarios marcan ya el itinerario de la comitiva real. La gente se agolpa en las barandillas. Movimientos secretos de policías de paisano y de todo tipo; crece el runrún. Despejan las escaleras; se instalan los fotógrafos y cámaras en los puntos estratégicos. Cuando al final aparece el cortejo, todo está ya tan espeso que el avance de los Reyes y el séquito se va abriendo camino frente a reporteros y guardas como en la salida del Cipotegato.