El agua, el desarrollo sostenible y el debate científico, técnico y político que se va a desarrollar en la Expo de Zaragoza, van a situar a Aragón en una creciente actualidad mediática de tinte social, y también, físicamente, en el mapa de un mundo que, por fin, ha tomado conciencia de su responsabilidad en la existencia de abundantes dramas humanos no compartidos.

Desde un punto de vista mas pragmático, desde hace años vengo defendiendo en mi ayuntamiento, en la tribuna de las Cortes, en el Gobierno y en escritos varios un proyecto autonómico para la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno en el Pirineo aragonés, en los primeros veinticinco años del siglo, dado que, siendo nuestra cordillera un territorio inédito para la Carta Olímpica, si no lo hace Aragón, lo harán Cataluña y Andorra. Uno de los argumentos que a mí me ha parecido siempre más contundente es el de que un acontecimiento semejante contribuye y casi determina la aparición de su sede en el mapa de ese mundo mundial, con lo que ello conlleva de avances positivos y negociaciones de lo negativo que no está en nuestras manos detener.

Aragón es tierra de interior, con valores naturales y culturales muy propios, y sorprendentemente hermosa para el que, en alguna medida, es capaz de intelectualizar esos valores; pero, a pesar de las bellezas que encierra es conocida todavía, desde los romanos, como cruce de caminos, y lugar de paso y no constituye por el momento un territorio de referencia que retenga al viajero medio nacional, ni al extranjero, tal como sucede, por ejemplo, con las zonas costeras o con las ciudades monumentales de España.

La sociedad del bienestar que hemos conquistado algunos países privilegiados incluye el disfrute del tiempo de ocio como un valor social de primer orden, y como decía, Aragón posee atractivos naturales suficientes, --la alta montaña, los ríos y su huella, la estepa, los glaciares-- y también culturales --las vías de penetración de distintos pueblos desde la antigüedad, la condición de tierra fronteriza, los monumentos, el folklore, la gastronomía--, pero hasta las últimas décadas no encontró el modo eficaz de darlo a conocer adecuadamente. Creo firmemente que a este respecto no hay que olvidar que hasta hace poco hemos sido una región particularmente pobre y dura, que ha sufrido como pocas el desastre humano de la emigración y que en los tiempos difíciles que hemos vivido durante generaciones, parece contradictorio presumir de algo. Existen muy pocos acontecimientos que, por singulares, puedan situar un territorio en el planeta, de tal manera que encandile la mirada lejana de sus pobladores: una exposición universal o internacional significativa --Tokio--, un mundial de fútbol, una Conferencia de Paz, unos Juegos Olímpicos y poco más.

Todo ello sucedió, sorprendentemente para muchos, en la España de 1992, y ello contribuyó, sin duda, a la consolidación de la imagen de nuestra tierra como país que emergía de sus cenizas históricas, atrayente y desarrollado, aunque nuestro acceso a Europa y a sus fondos hayan sido, en realidad, lo que lo ha hecho posible; ello se debe, a que en la sociedad de la información horizontal y simultánea y el conocimiento sustentados en las nuevas tecnologías, en los que vivimos inmersos, lo que no se publicita, no existe.

Todo este largo exordio viene a cuento de lo que aquí y ahora quisiera expresar después de visitar el día 10 pasado, por primera vez, junto con los miembros del Consejo Económico y Social de Aragón, el recinto Expo.

Lo que allí se ve y lo que uno se imagina de lo que no se ve, constituye un milagro de gestión que sólo una sociedad sólida, culta y segura de sí misma puede producir. Ya pueden decir misas grises los agoreros y criticar lo criticable, pero lo que resulta innegable es que para que, partiendo de la nada, se haya podido levantar en peso en aquellas riberas lo que hoy vemos, ha hecho falta por parte de todos mucha visión de futuro, mucho convencimiento en relación con las posibilidades de nuestra tierra, mucha gestión política y técnica, mucha fuerza institucional y muchos esfuerzos para dejar de lado el característico escepticismo aragonés. Los barceloneses, que lucharon por su nominación olímpica 62 años, publicaron después de los Juegos, un libro titulado Las claves del éxito. En él se describen los escollos que hubo que salvar, los crudos enfrentamientos institucionales, las dificultades de organización en el tiempo y el éxito final basado en la superación de las dificultades por parte de todos. Hay que decir con orgullo que aquí ha sido más llevadero, aunque no más fácil.

La primera vez que oí hablar, generalizando, de un acontecimiento que pudiera volver a conmemorar en Zaragoza el año ocho de cada siglo, fue en una cena del alcalde Belloch con profesores universitarios en La Matilde, hace más de diez años. Allí se le explicó lo que para Zaragoza y Aragón había supuesto el año 1908 y él fue el que, como candidato que era a las elecciones municipales que perdió, habló de intentar algo semejante en 2008. Luego, la formulación formal ha sido tarea de otros, tal como él mismo se encargó de resaltar en el contenido exquisito de su discurso en la ceremonia de la inauguración, y lo conseguido ha sido el resultado del esfuerzo y la capacidad de resolución de muchos en concreto y de todos en general.

A esta tierra nuestra, de golpe, en forma de red de comunicaciones, de descubrimiento general de su privilegiada situación geoestratégica, pero también del ejercicio de distintas capacidades para la puesta en valor de lo existente, hasta hace poco tan desdibujado, le ha tocado la lotería y la Expo es el décimo. Quien así no lo reconozca será un aragonés de los de siempre, es decir, escéptico de por vida y algo triste. La particularidad de esta situación es que la suerte no ha venido de un sorteo de azar, sino del ejercicio por parte todos del sentido de la historia. ¡Lo que hemos crecido en poco tiempo!