La Expo sirve, entre otras cosas, para conocer, incluso descubrir, cosas nuevas. Casi siempre con el agua como hilo conductor, apreciamos nuevas propuestas tecnológicas, políticas y también artísticas. Lo que ocurre es que el mundo es muy grande y las culturas que se muestran en Ranillas son muy diferentes y puede ocurrir que la digestión de algunos fenómenos artísticos resulten de complicada digestión en un primer impacto.

La idea de la que hablamos resulta interesante a priori. El pabellón de Suiza programa desde la semana pasada una serie de actuaciones enmarcadas en el sonido chill out. Los lunes, martes e incluso miércoles en alguna ocasión, en un pase inicial fijado a las 20.00 horas y un segundo a las 21.00 horas, artistas llegados del país alpino y de registros muy diferentes van a ir pasando por este pabellón para relajar el tempo de la noche y cerrar el recinto suizo con buen sabor de boca. Y lo cierto es que la sala central del pabellón de Suiza se presta a este tipo de pequeños conciertos con vocación de amansar a las fieras, ya que apenas hay luz, más allá de la que se refleja desde un enorme tubo que recorre el techo de la sala y en el que se reflejan efectos de luz que reproducen la caída de una gota de agua. Además, el sonido que se oye durante todo el día también recuerda el movimiento de líquido elemento. Si hablamos de mobiliario, media docena de poufs con sitio para dos personas tiradas cómodamente también ayudan a la relajación.

Por lo tanto, con todo a favor, estas actuaciones tienen el ambiente perfecto y el acondicionamiento adecuado. Pero claro, la selección artísticas puede suponer un registro sonoro enfocado para un público específico y por la Expo pasamos todos, y buena parte de nosotros no acabamos de entender ciertas propuestas culturales minoritarias. Es lo que sucedió con el dúo Franziska Bauman y Mattias Ziegler, dos músicos con un estilo propio que pocas veces vemos por estos lares. El concepto puede resultar tan experimental que la primera impresión resultó chocante para un público que no estaba al tanto del tipo de espectáculo que iba a conocer y que bajo la denominación de chill out seguramente se esperaba una versión suiza de Café del Mar. Y nada que ver. Mientras Franziska, ataviada con un guante al estilo Robocop que servía de accesorio a un programa informático del tipo Wii para la creación de sonidos, reproducía ella mismo el ruido del agua con voz gutural, su compañero de escenario sacaba notas de un artefacto de viento aparatoso y desconocido para neófitos. Así las cosas, el ambiente, con trajín de personas entrando y saliendo constantemente, hablando en tono alto, sacando fotos o persiguiendo a niños revoltosos no permitió una concentración suficiente que sirviera para asimilar una propuesta tan alejada de lo convencional.

Seguro que los expertos del género ahí presentes gozaron mucho, pero para el resto del mundo, resultó chocante. Cuanto menos.