A estas alturas, todavía estarán los teóricos debatiéndose entre las múltiples condiciones y matices que adornaron el encierro de Partido de Resina. Aquellos que se resisten a aceptar la realidad; los que se remontan a corridas pasadas en las que afloraron virtudes estimables y esperanzadoras de recuperación; los que prefieren refugiarse en lo que pudo ser y no fue; los que apoyan su teoría en el gesto fugaz del toro que descuelga una vez de cien y te dicen que eso significa que Partido de Resina ha revivido y está lista para volver al circuito de las ferias de relumbrón.

Entre litros y litros de whisky, anoche se producirían sesudas tertulias para vestir un santo cuya procesión ha terminado con la peana volcada y los fieles que la portaban borrachos como cubas, que es, dicen, la forma más práctica de festejar al patrón y de olvidar las penas.

Por lo que se vió ayer, la corrida, dispar dentro de su descomunal apariencia solo tuvo edad y malas ideas. Toros a la defensiva en la mayoría de las ocasiones, con escaso recorrido, buscando los tobillos o pasando por encima del palillo de la muleta con tal de no humillar.

Un señor toro

Cierto que cuando apareció el primer toro, con esa estampa desafiante, de exposición, se desató el optimismo. ¡Coño, esto va funcionar! se felicitaban los desvalidos abonados y los ocasionales espectadores. Porque el toro, dentro de su gran volumen tenía hechuras armónicas y dos velas para colgar cien pares de gabardinas. La pera.

Mas ¿a quién tenía delante? A Padilla, qué le vamos a hacer. El jerezano, mermadísimo de facultades (a la salida del tercer par de banderillas tuvo que tirarse de cabeza al callejón porque, en la huída, sus piernas no daban de sí) estuvo solo correcto a pesar de que el toro, blando aunque con buen son, no le planteó mayores complicaciones.

No se sabe quien enlotaría y cómo, pero en segundo lugar se tuvo que enfrentar a otro mostrenco de 624 kilos que salió de debajo del picador arrastrándose lastimosamente. El tercio de banderillas, que nadie solicitó, por cierto, fue corriente pero, al menos, no tan estrambótico y/o estrafalario como otras veces. Gracias.

Luego, el brindis a la cuadrilla duró más que la propia lidia. Más gracias.

A pesar de tener enfrente un toro con una alzada como la de un caballo, que disecado podría haber ocupado en exclusiva una sala entera en Dinópolis y su otro, con dos leños de aúpa y con malísimas intenciones, el de Orduña dió la cara y se justificó.

Una estocada, una oreja

Alberto Álvarez tuvo mejor fortuna en el sorteo porque le cupo el toro más agradecido de todo el muestrario, el segundo. Un animal construido con más racionalidad. Menos aparatoso y con una nobleza tan bondadosa como escasas fuerzas. Las protestas del resignado público --que en su mayoría ya dan a Zaragoza por perdida-- no tuvieron eco en el palco. Y así, la cosa discurrió entre los muletazos templados y pulseados con ese gran tacto que acredita de siempre a Álvarez, de tal modo que el toro duró hasta más de lo previsto. La estocada a capón que puso fin a su labor, por efectiva y paisana, hizo aflorar la petición que, sin ser masiva, inclinó al presidente a conceder la oreja.

El quinto, un animal de preciosa estampa que fue dos veces al caballo con una discreta alegría y no tantos metros de distancia, fue picado por Juan Manuel Sangüesa en localización tan trasera que lo dejó baldado. Sin embargo, el público, influido por el comportamiento del toro, ovacionó en el lote también al caballista. Incomprensible.

Después de romperse el paseíllo, un grupo de catalanes pertenecientes a la Unión de taurinos y aficionados de Cataluña gritó bajo sus pancartas la consigna que les distingue: libertad.

A esa afición, secuestrada por la casta política de su región ya no le queda más que decir lo que aquel pirata espetó a Alejandro Magno cuando éste le capturó: "Muéstreme respeto. Me trata como a un pirata porque solo tengo un barco. Si tuviera una flota, me llamaría conquistador". Ayer, Barcelona fondeó en el Ebro.