La corrida conmemorativa de los 250 años de la inauguración del coso de La Misericordia tuvo dos claros protagonistas, David Fandila El Fandi y Picarón, número 110, nacido en octubre del 2009, con 482 kilos de peso y herrado con la marca de Fuente Ymbro. Ahora está aquello de quién va por delante de quién por el orden de su importancia, protagonismo y trascendencia.

El toro fue, como toda la corrida, de una presencia aterradora en cuanto a sus astifinas y desarrolladas encornaduras. De pavor. Fue al caballo dos veces y apenas se le despachó con dos picotazos testimoniales.

El Fandi no perdonó el quite aéreo y volátil, uno de esos que resfrían a medio tendido. Después, la consiguiente ración banderillera con dos pares consecutivos de la moviola (arrancando de espaldas, describiendo la elipse hasta la reunión culminada con el par) y uno más al violín (por encima de su propia cabeza).

Inició la faena de rodillas, citando a veinte metros de distancia y ahí el toro respondió al estímulo arrancándose como un cohete. Fandila le ligó los muletazos postrado y, una vez en pie, el toro, ya totalmente desafiante, descargó un torrente inacabable de embestidas sin fin.

Como la espada se enterrara en su totalidad aunque algo desprendidilla y trasera, el público se rindió y pidió los premios con rotundidad. Para el torero y para el toro.

Ese público que va a la plaza con los aplausos hechos y no sabe si come jabugo o choped porque lo que busca es alimentarse. Y el Fandi gestiona muy bien ese tipo de cocina. Top chef.

Lo demostró también ante el último, un viejales con seis años al que pareó en cuatro ocasiones entre aclamaciones antes de que el añoso torazo se desfondase poniéndose casi imposible. Mató de media estocada muy celebrada (así está el patio) y un descabello.

Mientras, Padilla llevaba su guerra particular. En una ocasión, ante un hideputa que se coló dos veces de modo estremecedor por el lado derecho. No se quitó. Tampoco cuando le cantó otro serio aviso por el izquierdo, más madera. Pero el pirata estuvo hecho un tío y dió la cara sin mudar el ademán, llegando incluso a sobrepasar los límites de lo razonable.

Como a su otro, al que tan apenas pudo robar una serie estimable por la izquierda.

Mientras, Miguel Abellán, como huido de la procesión del silencio, sombrío y hosco siempre, amontonó reservas y cautelas tantas que apenas dejó la huella de un recuerdo que se disipa en la memoria de lo prescindible.