"¡Mientras Chile exista habrá pinochetistas!" No fue, ese, un grito más. Pareció un juramento. La procesión lo fue repitiendo mientras se acercaba a la entrada de la Escuela Militar. "Jamás te olvidaremos, libertador de Chile", se cantó también. Eran miles los que querían entrar a la capilla ardiente y despedirse de su general.

El sol los calcinaba y, como una hueste de penitentes, se consolaban lanzando promesas de lealtad eterna o excomuniones. "No lo condenaron, con las ganas se quedaron", bramó un joven en la fila. Y de inmediato el coro le replicó. La marcha hacia el féretro en el que descansaban los restos del dictador avanzó sin privarse de la vindicación o el insulto. El pasado estaba allí y exhibía sus garras.

"(Salvador) Allende, tu estatua está incompleta, le falta la garrafa (botella de vino) y la metralleta", se animó a vociferar un grupo. Y los demás festejaron la ocurrencia.

Cerca de la puerta principal, alguien improvisaba un cartel: "Pinochet, Dios se lo llevó. Él no se suicidó". Y los que pasaban aplaudían. El socialista Allende se quitó la vida el 11 de septiembre de 1973 para no rendirse ante los golpistas. Y esa decisión fue motivo de sorna y condena. "La verdad no ofende", le dijo a este cronista el autor de la pancarta. El suicidio era, a su criterio, un acto de cobardía. Sobre la simulación de la locura no tenía opinión formada.

Danilo estaba muy cerca suyo. Había nacido en el momento más espeluznante de la represión, cuando Pinochet hablaba de meter dos muertos en un cajón para ahorrar dinero. "¿Represión? ¿De qué me habla? Mi familia siempre estuvo tranquila", respondió este reparador de ordenadores.

Había muchos alumnos de colegios privados. Había señoras que mostraban sus mejores joyas ("Ay, yo la pasé divinamente con él. Por eso vine", dijo Rosa). Y gente humilde como Judith Jara: "¿Sabe qué? Fue mi general el que salvó a mi hijo parapléjico. Todo lo que dicen sobre él son puras mentiras".

Un ataque de lealtad

Y había mujeres al borde de un ataque de lealtad y con ganas de buscar pelea. "¿De dónde viene usted? ¿España? ¿Qué quiere?", increpó una. "¡Seguro que usted es un agente de Garzón!", dedujo su amiga, con ojos de lince. Y los que debían ser sus hijos se alzaron en pie de guerra. Nada mejor que irse.

"¡Viva Doña Lucía!", arengaron. "¡Viva!", replicó Paula y alzó su brazo derecho. Ella estudia turismo. "Los violentos son los del otro bando", me dijo, por si hacía falta confirmar los antagonismos ideológicos existentes en Chile. Al igual que su madre y su abuela, creía que no había razón para el arrepentimiento. "¿De qué muertos me habla? Esos eran ladrones, violadores, pato malo (mala gente)".

En horas del mediodía, la policía informaba de que unas 10.000 habían pasado por la capilla ardiente. Llegaban los familiares. Los diputados más derechistas. Llegó Marta Ehlers, la alcaldesa de Lo Barnechea, uno de los barrios más ricos, al cual quiso proteger de la chusma levantando un muro.

Y llegó un adolescente con una bandera chilena. "Adiós tata (abuelo)", se leía. Diego estudia en la British Royal School. Su madre lo trajo para que viera de cerca a Pinochet. Que retuviera la imagen de sus ojos cerrados. Alicia se acercó, se sacó sus lentes y mostró todo su enfado: "Bachelet no fue capaz de darle el pésame a la familia. ¿Dónde está su condición de mujer?", se preguntó. En el cuello se le había dibujado una vena del color de la rabia.