Toda la credibilidad que han perdido los militares la han ganado los monjes budistas. Los religiosos de Birmania han estado en primera línea para ayudar a los damnificados del ciclón y no se han mordido la lengua a la hora de denunciar la incompetencia y la corrupción de los militares. "Es intolerable que el Gobierno reparta arroz podrido a los afectados", denuncia a este periodista un maestro monje del monasterio de Kyaung Thit Temple, en el delta del Irauadi.

El religioso está muy enojado. Abre una bolsa con el arroz que reparten los militares y otra con el que distribuyen ellos y los voluntarios civiles de Rangún. La diferencia es abismal. El arroz del Gobierno está enmohecido y huele mal. "Es arroz de una calidad ínfima, que puede sentar mal. Una vez limpio y secado de nuevo podría servir. En estas condiciones mata el hambre, pero destroza la salud", agrega el monje, mientras cuenta el dinero de los donantes para comprar 50 sacos más, a 22 euros cada uno.

Los religiosos utilizan su organización y su red de monasterios para traer los cargamentos desde Mae Sot, en Tailandia. Así llevan haciéndolo desde el pasado 3 de junio, después de que el Nargis causara 77.738 muertos y 55.917 desaparecidos.

En Birmania hay 500.000 monjes entre una población de 54 millones. Pese a ello, el maestro monje de Kyaung Thit sostiene que no daban abasto para atender a los 2,4 millones de damnificados, de los que un millón sigue sin recibir ayuda. "Suerte de los voluntarios civiles, porque el Gobierno había dimitido de sus responsabilidades".

De momento, no ha habido protestas, porque quien alza la voz va a la cárcel. Solo los monjes se atreven a disparar sus dardos contra la dictadura militar, a sabiendas de que gozan de gran predicamento entre la población. Tiraron de la población en septiembre, con la revuelta del azafrán por el alza de precios y la gasolina, y ahora han dado la cara tras el ciclón. Consciente de su creciente popularidad, la Junta ha redoblado sus esfuerzos en el delta: regala tractores ligeros para plantar arroz, inaugura escuelas, reparte comida, facilita créditos blandos para reconstruir viviendas. Los militares y sus acólitos civiles se han hecho omnipresentes en el delta. "Estamos hasta las narices, pero a ver quién es el guapo que da el primer paso. La revolución es para los jóvenes, los padres de familia tenemos miedo", sostiene un campesino de Tawantay, donde el índice de analfabetismo es del 75%.

Helicópteros en tierra

Es verdad que han entrado casi un millar de extranjeros para distribuir medicinas y alimentos, pero solo ha llegado a Birmania el 40% de la ayuda prometida. Y, en el aeropuerto de Rangún, cinco de los 10 helicópteros de la ONU siguen en tierra.

Por la mañana, los militares reparten limosna; por la tarde, juegan al golf con el empresariado birmano; y por la noche, hacen negocios con los japoneses. En el restaurante Elefante Verde, de Rangún, un grupo de alegres funcionarios y militares cierra el trato con los ejecutivos de una constructora de Tokio. Hablan de reparar un puente. A juzgar por las risas, el negocio va viento en popa. Los generales ríen y el pueblo llora.