La imagen fantasmal de las islas Malvinas se dibujó ayer en Buenos Aires y dejó escuchar los ecos de un pasado de desatinos. La disimulada tirantez con Londres se hizo más evidente tras una orden tajante de la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner: los barcos que vayan o vuelvan de esas islas del Atlántico Sur que los ingleses llaman Falkland solo podrán atravesar el mar argentino con una autorización previa. El Gobierno respondió así al inminente inicio de las tareas de exploración petrolífera en aguas cercanas al archipiélago en poder del Reino Unido, objeto de un histórico litigio. La plataforma Ocean Guardian llegará a esas aguas australes el viernes.

El decreto 256 fue anunciado por la mandataria con una gravedad inusual. De hecho, el Gobierno solo amplió una norma del 2007, instaurada al naufragar los acuerdos de cooperación petrolera suscritos en 1995 con el Reino Unido. Pero Kirchner quiso subrayar el fondo político. De ahí que acusara a Londres de hacer oídos sordos "sistemáticamente" a los llamamientos de la ONU a que las partes retomen la negociación por la soberanía y eviten medidas unilaterales. "Queremos que estas resoluciones se hagan cumplir a todos los países del mundo, no solo a los más débiles", dijo.

Con las previsiones al alza del precio del crudo, el peso de los negocios futuros es determinante en la reactivación del conflicto. Según fuentes de la cancillería (Ministerio de Exteriores) argentina, el decreto busca ante todo "desalentar y encarecer" la exploración petrolífera. Pero este es apenas el primer paso de una jugada de mayor alcance: los Kirchner aspiran a que, a la larga, las multinacionales hagan ese mismo trabajo en el mar argentino. Los recientes hallazgos de hidrocarburos en la costa brasileña llevan al Gobierno argentino a pensar que su litoral atlántico esconde también riquezas.

Pero algunos expertos ponen en duda la eficacia de la medida. Un consorcio formado por Repsol YPF, la brasileña Petrobras y PAE (con capital local y de British Petroleum) tenía previsto explorar aguas argentinas, al sureste de las Malvinas, e iba a usar la misma plataforma que trabajará en las islas. Hasta que se desencadenó la tensión.

Las autoridades británicas trataron ayer de minimizar el gesto hostil de Kirchner y su petición de negociar el futuro de las Malvinas. El Foreign Office (Exteriores) aseguró que el decreto no afectará a la navegación en la zona. "Las regulaciones sobre las aguas territoriales argentinas son cosa de las autoridades de Argentina", señaló en un comunicado. La declaración subraya que Argentina y el Reino Unido son "socios importantes" y aboga por la "cooperación" en el sur del Atlántico.

Pero el conflicto diplomático puede agravarse con la llegada de la Ocean Guardian y mucho más aún si halla reservas de crudo. Andrew Rosindell, secretario de la comisión parlamentaria británica sobre las Malvinas, solicitó ayer que el Foreign Office pida explicaciones al embajador argentino y consideró "inaceptable" que Buenos Aires trate de "interferir en los asuntos internos" de las islas.

Los Kirchner, como todo habitante patagónico, vivieron de cerca la guerra de 1982. De Río Gallegos, la ciudad que manejaron a su antojo años más tarde, salieron los aviones a dar pelea desigual a la Armada británica. Pero esa sensibilidad malvinera, como dicen aquí, es apenas retórica. El matrimonio está muy lejos de las fantasías cesaristas que se apoderaron de la mente del general Leopoldo Galtieri hace 28 años. Es más: ningún político argentino piensa en otra salida al conflicto que no sea la negociada.

Los adversarios de Kirchner se preguntan si el Gobierno intenta utilizar el pleito para recuperar algo del apoyo popular perdido. Como entonces Galtieri y Margaret Thatcher, Kirchner y Gordon Brown afrontan días difíciles. Pero de los dos, es la presidenta argentina la que está más acorralada por las circunstancias.