El desfile de la derrota
Los últimos ´camisas rojas´ desalojados del centro de Bangkok son devueltos en autobús a sus pueblos de origen El toque de queda se prolonga hasta el domingo.

El desfile de la derrota
Las jóvenes policías consolaban a niños y mujeres, muchas llorando. Algún fornido soldado daba la mano a los camisas rojas conforme, uno a uno, iban saliendo, y agachaba respetuoso la cabeza ante los monjes budistas. Hacía pocas horas que se habían escuchado los últimos tiros en lo que fue el campo rojo, reducto de miles de manifestantes. Los últimos cientos salían en orden del templo de Pathum Baranam ayer. Ejército y camisas rojas forman el pueblo tailandés, empujados durante dos meses a trincheras opuestas por los poderosos. La batalla ha terminado y no hay razón para negar la cortesía, la sonrisa y el consuelo al vencido.
El Gobierno cantó victoria ayer. La protesta ha sido aplastada dos meses y 80 muertos después. El campo rojo es una ruina, encharcado, maloliente y con esqueletos de edificios carbonizados. El toque de queda en Bangkok y 23 provincias funcionó tan bien que ha sido ampliado tres días. Se hace raro ver desierto Patpong, cuyos espectáculos de virtuosismo vaginal con dardos y pelotas de pingpong atraen en masa al turismo. Las cicatrices de humo siguen cortando el cielo de la capital por los 27 edificios incendiados en la víspera (bancos, hoteles, medios de comunicación, la bolsa y centros comerciales, entre otros). El Gobierno dijo que el caos venía "del crimen organizado y terroristas", y que había sido organizado por los líderes rebeldes antes de capitular. Hubo nueve arrestos por saqueos.
Los enfrentamientos durante la noche del miércoles fueron aislados, protagonizados más por vándalos y delincuentes habituales que por camisas rojas. El temor a una ola de violencia se ha esfumado. Bangkok amaneció en calma después de la orgía de tiros del miércoles, cuando el desalojo del campo rojo costó 15 muertos y 96 heridos.
En un templo budista
Un millar de camisas rojas, mujeres y niños en su mayoría, habían permanecido en el templo budista. En la zona se cruzaron disparos durante la noche. Miles de policías llegaron para el desalojo con el alba. Las peticiones con altavoces para que salieran fueron desoídas durante más de una hora. Los encerrados no habían escapado el día anterior por miedo a los francotiradores en las vías de salida y ayer temían ser enviados a la cárcel o el maltrato policial. "¡Ganamos! ¡Los camisas rojas volveremos!", gritó una mujer, rápidamente secundada con gritos similares. Poco a poco fueron saliendo, dibujando la postal del exiliado, con sus magras posesiones a cuestas, una esterilla y un ventilador en muchos casos. En el patio de una comisaría, esperaron a ser subidos en los autobuses que los devolverían a sus pueblos o ciudades.
"La noche ha sido larguísima. No hemos dormido, se escuchaban tiroteos muy cerca. No han parado de llegar cuerpos al templo", contaba Boonme, 45 años, ojerosa y nerviosa. El Ejército se encontró en el templo a seis cadáveres tiroteados, púdicamente tapados, con incienso y comida a sus pies para su próxima vida, como manda la tradición budista. No está claro si forman parte de los 15 muertos de las cifras oficiales, si estaban dentro o fuera del templo, ni siquiera si fueron víctimas de los soldados.
Regreso a casa
Los camisas rojas, campesinos en su mayoría venidos del norte, parten de la capital sin haber tumbado al Gobierno que les da la espalda. Nadie hablaba de derrota ayer. Entienden que es una batalla de una guerra en la que son mayoría. Muchos prometieron volver pero se mostraban aliviados de regresar a casa, tras dos meses. La tensión reciente era evidente en sus caras. La reivindicación empezó con aire festivo y acabó en una orgía de tiros.
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