En los meses previos al estallido de la guerra de Irak, era corriente escuchar al entonces presidente José María Aznar decir que España no tardaría en estar a la cabeza de la Unión Europea y formar parte del G-8. Las loas al hipotético milagro económico español y la entrada en el club del euro habían envalentonado a Aznar, un político decidido a hacerse un hueco en el panorama internacional y resentido con una UE que no le había dado el respaldo esperado frente a Marruecos en la crisis de Perejil de 2002.

Dicen algunos de sus colaboradores que soñaba con dejar los mandos del país a un sucesor del PP y presidir una Europa que fuera fuerte y "hermana" de EEUU. Esos anhelos de subir de dos en dos los escalones que llevaban hasta el grupo de países amigos de la Administración estadounidense, sumado a su convicción de que solo él sabía lo que convenía al país, llevaron al presidente Aznar a embarcar a España en una guerra que se puso oficialmente sobre la mesa el 15 de marzo de 2003, en las Azores.

Aznar se fotografió junto a George Bush, Tony Blair y José Manuel Durao Barroso. El presidente español desoyó el clamor social que llevaba meses aferrándose a un no a la guerra y embarcó a España en aquella aventura pese al rechazo de los ciudadanos y de los grupos de la oposición. Por primera vez, se rompió el consenso en política exterior. El Parlamento se convirtió en un hervidero y se provocaron votaciones secretas a fin de que aquellos conservadores que no veían con buenos ojos la intervención armada dejasen constancia de su sentir. El exministro de Defensa, Federico Trillo, confesó recientemente en su libro de memorias que el vicepresidente Rodrigo Rato se opuso rotundamente a la guerra.

En Diwaniya

El 19 de marzo del 2003 comenzó la invasión. Las primeras tropas españolas llegaron a Diwaniya (sur de Bagdad) en julio, semanas después de que Aznar, con los únicos votos de su grupo, autorizase el envío de efectivos para colaborar en la fase "de seguridad, estabilización y reconstrucción". En esta misión participaron más de 2.600 soldados españoles que repartieron su trabajo, principalmente, en Al Qadisiya y An Nayaf. Hasta la orden del repliegue en la era Zapatero, hubo tres relevos y 11 muertos.

Cuando los primeros soldados españoles pisaron Irak, Aznar había logrado que su partido ganase unas complicadas elecciones municipales que tuvieron lugar en mayo del 2003. El resultado de los comicios insufló confianza al partido y especialmente a su presidente, que se convenció de que podía elegir sucesor a dedo y regalarle un paseo triunfal a la Moncloa.

En septiembre, Aznar eligió para continuar su proyecto a Rajoy, que se entregó a una campaña electoral que los populares creyeron un mero trámite. Pero el 11 de marzo, a tres días de las generales, se produjeron en Madrid los atentados más sangrientos de la historia de Europa. Más de 190 muertos. La campaña electoral se interrumpió y el presidente del Gobierno y su ministro del Interior, Ángel Acebes, tomaron las riendas de una nefasta gestión de los acontecimientos: durante 48 horas, procuraron convencer a la ciudadanía de que ETA, y no el terrorismo islamista, era responsable de las bombas. Se intentó, a la desesperada, desvincular la tragedia de una posible venganza por la participación en la guerra.

No fue posible. Unas horas antes de las elecciones, la Audiencia Nacional ordenó la detención de varios miembros de una supuesta célula islamista y cientos de españoles se agolparon frente a las sedes populares. El 14 de marzo, Rajoy perdió las elecciones y el socialista José Luis Rodríguez Zapatero se convirtió en presidente. Su primera orden fue el repliegue de las tropas españolas de Irak.