Hace tres días, a una mujer de Atizapán, uno de los enormes arrabales de la ciudad de México, le pasaron por debajo de la puerta un mensaje que decía: "Ya mataron al Gatito". E indicaba una esquina. Allí encontró la policía una maleta negra con el cuerpo descuartizado de Donovan, de 16 años, el hijo de la mujer. La noticia quedaba ayer como letra menuda en la web, casi como curiosidad dentro de la serie diaria de atrocidades que ensombrecen este gran país hasta convertirlo, como dice el sacerdote y activista Alejandro Solalinde, en "una tumba clandestina, con todo enturbiado y sin claridad en la justicia".

Aquí no causa tanto asombro como afuera que los normalistas, alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, que sobrevivieron a la matanza de hace tres semanas contaran: "Los disparos eran a matar. Nos cazaron como perros, peor que a unos delincuentes". O que al compañero apodado el Chilango, hallado más tarde, "le arrancaron la piel de la cara y le sacaron los ojos y parecía una calavera". Tras una historia de cacicazgos y años de empoderamiento del narco, no sorprende que fueran policías municipales quienes persiguieran a los estudiantes hasta matar a tres y secuestrar a 43 para que los sicarios los mataran y los enterraran tras hacer con ellos, como dijo un medio, "una enorme barbacoa".

Detrás de la fachada oficial, siempre ha existido el México bárbaro. Los historiadores aún investigan y discuten sobre la violencia ancestral, la importada en la colonización, la que desde el estallido revolucionario de hace un siglo se oculta, igual desde Sierra Madre a la costa como tras las bambalinas del poder, pero todos saben de ella. El más destacado antropólogo mexicano, Roger Bartra, dice, no obstante: "No creo que los mexicanos se hayan acostumbrado a la violencia. La mayoría la detesta, y la evita".

El antropólogo explica que "durante el antiguo régimen México era como una caja de Pandora: la violencia era contenida por el Gobierno autoritario, que la monopolizaba. Los gobernantes solían amenazar: se apoya al PRI (Partido Revolucionario Institucional) o se abre la caja de Pandora. En realidad, la violencia formaba parte de la cultura priista. Pero desde la transición democrática, la caja ha quedado abierta y las antiguas tradiciones violentas se desparraman. Y, además, se han agregado los narcotraficantes y los secuestradores".

CULTURA HEREDADA Sobre el lugar hacia al que ahora mira medio mundo, Roger Bartra señala: "Guerrero siempre fue uno de los estados más violentos, incluso durante el antiguo régimen, porque circulaba mucho dinero del turismo; ahora circula el del narco". Y lamenta que "la tragedia es que la cultura violenta priista la han heredado otros partidos; en Guerrero principalmente el Partido de la Revolución Democrática, al que pertenecen el fugado alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y el gobernador, Ángel Aguirre, y los grupos de extrema izquierda".

Los habitantes de las laderas de la sierra saben de antaño que "más arriba es zona de narcos y guerrillas". Los de las casuchas que se encaraman por los cerros de Iguala, en Pueblo Viejo o Las Parotas, donde se han abierto 13 fosas con cuerpos calcinados, sabían que "más arriba es el cementerio de los narcos". Un comandante de la policía de Guerrero dice sin inmutarse: "De estos cerros hemos sacado 300 cuerpos en los últimos dos años". Los vecinos dicen que "en la noche se oían los balazos, las ráfagas"; algunos preferían creer que "estaban cazando venados". Otros señalan: "Ahí adelante tiraron un muertito". Los niños cuentan que "en las cuevas del cerro hay lazos para colgar y en el suelo se ve sangre toda regada". Sus padres reconocen que "ya es feo vivir aquí", pero no tienen "a dónde ir".

En algunas zonas de Guerrero, particularmente en la llamada Tierra Caliente y en la Costa Chica, que va de Acapulco al litoral de Oaxaca, solían ser habituales los homicidios por alguna mulata o cualquier quítame allá esas pajas. El corresponsal recuerda