Hassan patea un balón malamente y lo cuela en un balcón del barrio estambulí de Çapa. «No soy muy bueno jugando al fútbol», admite. Se le dan bien los idiomas y está aprendiendo muy rápido el turco y el inglés, lo que le allanará el terreno en el futuro no exento de incertidumbres que le depara su condición de refugiado. Hassan, de Damasco, 15 años, incipiente bigote, pelo moreno, corto y rizado, orejas algo salidas y ojos brillantes, es uno de los 65,3 millones de refugiados y desplazados contabilizados por el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) en el 2015, en un informe que publicó ayer, Día Mundial del Refugiado. Hassan forma parte de la categorías más alarmante: de esa cifra, más de la mitad son menores.

Los números del Acnur dibujan una tragedia de proporciones sobrecogedoras: se ha superado por primera vez en la historia la barrera de los 60 millones, como si toda la población de Francia hubiera sido forzada a emigrar y 24 personas se vieran desplazadas de sus hogares cada minuto durante cada hora de cada día de cada mes del 2015. Una tercera parte de ellos, refugiados como Hassan. Su Siria natal, junto con Somalia y Afganistán, son las procedencias de más de la mitad de quienes huyen de la guerra en el planeta.

Turquía, donde el joven sirio vive en la actualidad con su familia, sigue siendo el país que más refugiados acoge en el mundo, con más de 2,5 millones. La vida en el país eurasiático no es especialmente sencilla y Hassan lo sabe de primera mano: tuvo que trabajar para mantener a sus familiares, con una ganancia de 400 liras turcas (unos 120 euros) al mes.

La oenegé Small Projects Istanbul (SPI, en sus siglas en inglés) supo de esta situación y se ofreció a pagar esta cantidad cada mes a su familia a condición de que Hassan dejara de trabajar y volviera a centrarse en sus estudios de manera inmediata. «Y de momento lo hemos conseguido», relata Anna Tuson, una de las coordinadoras de SPI.

«La educación es fundamental para el futuro de estos chavales», apunta. Por eso, y en pos de la integración, en el centro comunitario El Olivo que SPI ha creado en Estambul ofrecen cursos gratuitos de turco, inglés, francés, alemán, árabe, música y pintura. Todo esto se complementa con la educación gratuita a la que los refugiados sirios tienen acceso en Turquía.

Si todo sale bien, Hassan y su familia viajarán en breve a Alemania mediante el programa de reagrupación familiar, ya que su padre está en tierras teutonas desde hace poco más de un año. Allí el chaval aspira a estudiar ingeniería informática. A sus 41 años y con cuatro hijos, Amal ha aprendido a marcarse expectativas más modestas y centrarse en las prioridades más básicas: «Me da igual dónde esté. Si en Alemania (donde están dos de sus hijos), en Turquía, en Jordania... pero quiero estar todos juntos y en paz», cuenta.

Amal no conoce más vida que la de refugiada. Es palestina de origen. De aquella tierra salieron sus abuelos. Sus padres la tuvieron en el Líbano, donde vivió sus primeros años. Pero el trato no era aceptable, por lo que emigró al campamento de refugiados de Yarmouk, en Damasco. «Tuvimos suerte, porque mi familia y yo nos fuimos a vivir a otra zona de Damasco poco antes de que el Estado Islámico (EI) lo atacara», recuerda, en referencia a los sucesos de abril del 2015. Desde allí comenzó un triste periplo hasta llegar a Estambul, hace ahora 10 meses: su marido se quedó en Damasco y ella viajó con sus hijos de ciudad en ciudad por Siria hasta poder cruzar a Turquía. Los traficantes de personas a los que pagó para la operación llevaron al grupo de refugiados brevemente a Raqqa, capital oficiosa del EI. «Allí pasé mucho miedo. Detuvieron a mi hijo cuando salió a buscar comida. Le dijeron que se la pidiera al presidente Asad, ya que pensaban que era del régimen. Al final no nos pasó nada», suspira Amal.

Ahora, mientras espera a que su marido salga de Siria y que tengan oportunidad de reunirse todos con sus dos hijos mayores, gestiona las ventas de joyas y bolsos manufacturados por un grupo de beneficiarias de la oenegé SPI. Las ventas sirven de sustento a estas familias. La marca con la que han bautizado al producto estrella, los pendientes, es todo un recado para la comunidad internacional: «Lanzad pendientes, no bombas». H