Florida ha sido durante años uno de los santuarios para los partidarios de las armas, una suerte de laboratorio para la Asociación Nacional de Rifle. Sus ciudadanos no necesitan un permiso para comprar armas ni tienen que registrarlas. Pueden ir armados siempre que el rifle o la pistola no quede a la vista. Tienen derecho a disparar a matar cuando se sientan subjetivamente amenazados. Y pueden comprar tantas armas de una tacada como deseen porque la ley no impone ningún límite. Esos parámetros han convertido al estado soleado en una versión moderna del Lejano Oeste, pero también en el nuevo campo de batalla para poner coto a la barra libre de armas. La masacre en el instituto de Parkland y la presión de los estudiantes que sobrevivieron ha abierto una ventana para reformar las leyes.

El primer lance lo perdieron de forma inapelable en el Parlamento de Tallahassee, donde la mayoría republicana rechazó una moción para votar un proyecto de ley que pretendía prohibir las armas de asalto y los cargadores de alta capacidad. La moción fue rechazada por 71 votos contra 36.

La derrota en el primer asalto no ha hecho mella en los estudiantes, que ayer se reunieron con decenas de legisladores, con el gobernador y con Donald Trump. El idealismo y el trauma de los adolescentes de Parkland parece haber tocado la fibra sensible de Trump, que mostró por primera vez su disposición a debatir ciertas restricciones sobre las armas. «Me reuní con algunos de los supervivientes y sus familias y me emocioné, me emocioné muchísimo ante su fuerza y resiliencia. Tenemos que hacer más para proteger a nuestros niños», dijo el presidente. La Casa Blanca dice estar abierta a prohibir accesorios que transforman los rifles semiautomáticos en metralletas o a mejorar el sistema de background checks. Medidas modestas, pero algo es.