El rosario de terremotos políticos que sacuden bastantes sociedades latinoamericanas coincide con el 30 aniversario del asesinato en la residencia de la Universidad Centroamericana de San Salvador del jesuita Ignacio Ellacuría, otros cinco miembros de la orden, la empleada Elba Julia Ramos y su hija Celia, de 15 años. La noche del 16 de noviembre de 1989, un pelotón del batallón Atlacatl, el más sanguinario del Ejército salvadoreño, desencadenó la matanza, destinada a silenciar una de las voces más esclarecidas así en la política como en el ámbito de la teología de la liberación. La orden del coronel René Emilio Ponce fue rotunda y concreta: "Ellacuría debe ser eliminado y no quiero testigos".

Treinta años después del crimen, siguen sobre la mesa los elementos sustanciales del debate promovido por Ellacuría, hijo intelectual a un tiempo de Karl Rahner, Javier Zubiri y Marcelino Arrupe. Desde muy temprano, en su libro Teología política (1973), asentó los fundamentos de su acción social con un objetivo: "Revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección". Los disturbios de estos días en Chile, Ecuador y Bolivia, golpe de Estado incluido, el desmoronamiento del experimento bolivariano, el cenagal ideológico de Jair Bolsonaro y tantos episodios inquietantes remiten a las mismas preocupaciones que expresó Ellacuría durante toda su vida.

ALIANZA OLIGARQUÍA-EJÉRCITO

Al desvanecimiento del reformismo posibilista que triunfó en el primer decenio y medio de este siglo en Latinoamérica cabe aplicarle el mismo sentimiento de frustración expresado por el sacerdote en 1981 a propósito de los proyectos de reforma "desvirtuados por la permanente alianza oligarquía-Ejército".

Si los presidentes de Estados Unidos Richard Nixon y Donald Reagan aplicaron con intensidad variable la doctrina del gran garrote para proteger a las oligarquías urbanas, Donald Trump alienta la configuración de gobiernos de extrema derecha a su imagen y semejanza, con Brasil al frente más algunos ingredientes de nuevo cuño como las iglesias evangélicas, conservadoras sin límites.

De la misma manera que Mario Vargas Llosa titula su última novela Tiempos recios, relato pormenorizado del golpe de Estado que liquidó el experimento modernizador en Guatemala de Jacobo Árbenz (1951-1954), no menos recios fueron los días que le tocó vivir a Ellacuría en El Salvador como cura, rector de la Universidad Centroamericana, intelectual, teólogo y hombre comprometido con la suerte de los más vulnerables en una sociedad asfixiantemente dual.

ESCUADRONES DE LA MUERTE

Los asesinatos de Estado fueron habituales y la impunidad de los escuadrones de la muerte, organizados por Roberto dAubuisson, actuaron de brazo armado en las tinieblas de los grandes finqueros. Nunca se supo dónde acababa el Ejército y continuaban la labor los matarifes a sueldo, pero sí estableció la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas que DAubuisson anduvo detrás del asesinato del obispo Óscar Romero (24 de marzo de 1980).

¿Acaso monseñor Romero era un revolucionario; lo fue quizá Ellacuría? La respuesta está en los escritos del jesuita, que se prodigó en los llamamientos a la negociación durante la larga guerra civil (1980-1992) que enfrentó al establishment salvadoreño y a la guerrilla del Frente Farabundo Martí y que, a partir de la paz de Chapultepec, condicionó el futuro político del país.

Frente al miedo que poseyó a las oligarquías después del triunfo sandinista en Nicaragua (1979) y a la presión de Estados Unidos, Ellacuría apostó por el diálogo hasta su muerte; frente a la tradición caudillista y a la educación represiva recibida por mandos del Ejército y de la policía en la Escuela de las Américas, reclamó un pacto nacional para zanjar la guerra.

Los mismos miedos de las burguesías urbanas asoman de nuevo hoy en un escenario del que no ha desaparecido ninguno de los rasgos de la identidad política y social latinoamericana: la tentación intervencionista de los cuarteles (véase Bolivia), la desigualdad entre el mundo indígena-mestizo y los descendientes de europeos, la intromisión de Estados Unidos, el nacionalismo grandilocuente y las redes de corrupción, ahora globales (véase el caso Odebrecht).

Como escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (1970), la modernización de la economía, si es que se da, no altera en el continente la organización de la desigualdad. Una opinión compartida por Ellacuría en el artículo A sus órdenes, mi capital (1976), que incluye esta frase: "La existencia de clases es un hecho objetivo y es un hecho objetivo la lucha de clases". La reacción del Gobierno salvadoreño fue la previsible: retiró las ayudas a la Universidad Centroamericana. Algo han cambiado las cosas desde entonces, pero no tanto.