El último siglo en Tailandia descarta el tedio. Ha encadenado 20 golpes de Estado y 12 constituciones, con un tránsito sinfín de dictaduras a débiles democracias y una brecha social irresoluble en las dos últimas décadas, por hacer la lista corta. Pero nunca había escuchado críticas a la monarquía. Ningún tailandés, ni siquiera en privado, se refería a ella sin un respeto reverencial. Influía un amor sincero y, por si acaso, una ley de Lesa Majestad que contempla 15 años de cárcel. Fue Tailandia una anomalía democrática con un culto a la personalidad de tintes norcoreanos. Hasta ahora.

Las protestas estudiantiles que en las últimas semanas se han extendido por buena parte del país atentan contra el andamiaje nacional. Contra los militares, contra las élites económicas y contra la monarquía. Ahí reside el anatema y el riesgo para la integridad física del movimiento. Los 10.000 jóvenes que se juntaron el domingo en Bangkok para gritar su hartazgo por las carencias democráticas son un reto mayúsculo para un Gobierno desacostumbrado a lidiar con las protestas.

Arnon Nampa, abogado de derechos humanos, finiquitó el tabú cuando pidió un debate público sobre la monarquía en una protesta de mediados de julio. Y la semana siguiente, un representante estudiantil leyó diez puntos para su reforma. Ocurrió en la Universidad de Thammasat, un símbolo de la resistencia democrática desde que el Ejército aplastó una revuelta en 1976. Se esfuerza en aclarar el movimiento que no pretende erradicarla sino encorsetarla en el traje democrático: que sea fiscalizada por el Parlamento, modere sus gastos, renuncie al control del Ejército y no medie en la política. Medidas recientes como la recuperación de la Oficina de Propiedades Reales o el mando sobre algunas tropas sugieren una involución hacia la monarquía absolutista que fue derrocada en 1932.

Señales confusas

Las señales desde el Gobierno son confusas. El primer ministro, Prayuth Chan-ocha, ha admitido que le incomodan las críticas al rey pero que escuchará las inquietudes de los jóvenes. Desde el Ejército se les ha conminado a que no crucen el Rubicón. “Todo el mundo sabe lo que puede y no puede hacer. Lo que digas se recordará y las evidencias permanecerán en el futuro”, advirtió un coronel. Y el jefe del Ejército, el general Apirat, aclaró que el coronavirus "se cura pero no el odio hacia tu país".

Ni las amenazas ni la ley de Lesa Majestad han embridado las protestas. “Los estudiantes están dispuestos a arriesgarlo todo, están llegando mucho más lejos que sus predecesores. El Gobierno está castigándoles con la ley y ya algunos estudiantes han sido acusados. Confía en que la ley les silenciará, pero los jóvenes están dispuestos a enfrentarse al Gobierno y a la realeza. Existe la posibilidad de que llegue la represión, la cuestión es cuándo”, comenta Pavin Chachavalpongpun, profesor de estudios del Sudeste Asiático de la Universidad de Kyoto.

Ante todo, paz social

Cuando el general Prayuth dio un golpe de estado en el 2014, los exhaustos tailandeses agradecieron que alguien pusiera orden tras años de convulsiones sociales que en los meses previos habían dejado decenas de muertos en las calles de Bangkok entre disparos y granadas. Prayuth prometió que convocaría elecciones tan pronto el país recobrara la calma y el año pasado, tras múltiples retrasos, los tailandeses acudieron a las urnas. Y ganó Prayuth, que cambió el uniforme por la americana.

Se sabía que perseguía a la disidencia y que era un completo inútil en asuntos económicos, pero prevaleció la ansiada paz social. Aquellas “bases necesarias” para las elecciones se revelaron como garantías para mantener su influencia tras los comicios, con 250 senadores elegidos a dedo por la junta militar. Es tan cierto que su reforma constitucional pervierte los mecanismos democráticos como que fue aprobada en referéndum popular. Es paradójico que no brotaran las protestas durante el lustro dictatorial y sí tras las elecciones.

Convergen varias razones. La economía se hunde, con una caída prevista del 8% anual que dejará a muchos jóvenes en el paro. Al menos nueve activistas han desaparecido desde la asonada del 2014 y los cuerpos de dos de ellos fueron encontrados en el río con cemento en su estómago. En febrero fue disuelto el partido Future Forward, del joven y apuesto Thanathorn Juangroongruangkit, que se había hecho un hueco en la esclerotizada clase política con un discurso audaz y antimilitarista. En doloroso contraste, la justicia aún no ha sentado al hijo del fundador de la multinacional Red Bull que mató años atrás con su deportivo a un policía. Y, sobre todo, el monarca Maha Vajiralongkorn es un bala perdida que colecciona amantes y esposas y se encerró en un castillo de los Alpes alemanes con una veintena de concubinas cuando el coronavirus golpeó Tailandia. La veneración que generaba su padre, Bhumibol, le queda muy lejos.

“Muchos ven aquellas elecciones como una farsa para que los militares garantizaran su permanencia en el poder”, juzga Paul Chambers, profesor de la Universidad de Narusuan. “La economía declinante y la impopularidad del monarca también explican el descontento de la juventud. Y cuando el partido Future Forward fue disuelto por el Tribunal Constitucional, dominado por los monárquicos, los contrarios al dominio militar no vieron más opción que salir a la calle”, termina.