A finales de los años 60, el escritor, político y cantautor José Antonio Labordeta editó su primer LP en Edigsa, discográfica de Barcelona que comercializaba los discos de los grandes de la Nova Cançó, entre ellos Joan Manuel Serrat. Si algún coleccionista de vinilos, o algún aficionado a la canción de autor de aquellos años conserva los discos de entonces, con funda incluida, observará la enorme calidad de las fotos de portada, de las carátulas: son, en su mayoría, obra de la fotógrafa Colita. Y con Colita, quien había recibido el encargo de realizar una sesión de fotografía a Labordeta, en Zaragoza, viajé a la ciudad aragonesa, a la que siempre me encanta ir. Tengo allí familia (en algún capítulo de este libro he mencionado que mi madre procedía de Nonaspe, en la Franja, junto a Caspe) y, además, considero que los aragoneses son las gentes más abiertas, más desprendidas, más divertidas y más surrealistas de la Península. Nos encontramos con un José Antonio Labordeta entrañable, socarrón y, ¿cómo no?, comprometido hasta la médula con las actividades de la izquierda del momento. Por supuesto, no era parlamentario ya que eran años en los que la muerte de Franco y el advenimiento de la democracia constituían por entonces dos de esos rumores que, cuando una iba a Madrid, le confiaban los amigos introducidos en los medios (y mentideros) de la alta política. Amigos de indiscutible solvencia ideológica ±no hablemos ya de la literaria y humana ± como, por ejemplo, Juan García Hortelano o Ángel González, en aquella época funcionarios del Ministerio de Obras Públicas, o Jesús Aguirre, director de Ediciones Taurus, o Pedro Altares...

"Ahora sí, decían, seguro, está muy mal. Es cosa de un par de semanas. Santiago Carrillo ya está alerta, José María de Areilza y Antonio de Senillosa ya han partido hacia Estoril para ver cómo respira Don Juan...". El "par de semanas" fueron más de 15 años a partir de la fecha a la que me refiero. En fin, que José Antonio Labordeta era ya el cantautor que fue, pero lejos estaba de poder desempeñar sus tareas parlamentarias en las que, posteriormente, ya en la legalidad democrática española, brilló. Era, entonces, profesor de instituto y daba clases en un barrio obrero.

A impulsos de su hospitalidad y gentileza, visitamos zonas de Zaragoza que desconocíamos, nos llevó a Fuendetodos, donde se empezaba a "apañar" la casa donde había nacido Goya (¡Santo Cielo, un genio nacional sin casa cuna restaurada! ¿Qué ocurriría en Francia, o en Inglaterra o en cualquier país culturalmente civilizado, donde toda gloria patria ±o semigloria± tiene museo, biblioteca o casa, o, en caso de haber desaparecido las cuatro paredes que le vieran nacer, en caso de que la gloria nacional hubiera sido tan poco gloria en vida que no hubiera tenido ni casa natal, se la inventan?).

En Fuendetodos, la generalizada charla, en un bareto con bocatas de jamón aragonés ±o aclimatado a Aragón, es decir, sequito y tirando a salado±, y un vinazo que tumbaba, se fue centrando en la figura del desaparecido hermano del cantautor, el excelente poeta Miguel Labordeta, y, claro está, en la guerra civil. Y allí, aturdidas por los efectos de la ingesta de jamón y vino, recibimos con indiferencia, que no era sino producto de nuestra ignorancia, la noticia de que Labordeta deseaba hacerse las fotos en Belchite, pueblo abandonado a unos kilómetros de Zaragoza. Sí teníamos noticia, claro está, de la matanza bélica que padeció el lugar, pero no sospechábamos el impacto que el pueblo iba a producirnos.

El espectáculo era escalofriante: el pueblo de Belchite, absolutamente desierto y destrozado por la guerra civil, con las casas desventradas, que dejaban a la vista sus desordenados interiores, amueblados pero con armarios y cajones abiertos por los que asomaban toda clase de prendas de vestir, como si sus habitantes hubieran huido de allí a todo correr, aterrados... Como así sucedió, en realidad, horas antes de que la localidad fuera bombardeada. Un espectáculo desolador que no he olvidado nunca.

Pero, para ser más exactos, el espectáculo era doblemente desolador porque, en la época de mi breve paso por Belchite, las localidades de dicho nombre eran dos: la destrozada por la guerra civil y, prácticamente al lado, muy cerca, el pueblo, completamente nuevo, que se había construido para ser habitado, pero al que nadie había querido instalarse para vivir.

El nuevo Belchite aparecía tan desierto y tan muerto como el Belchite reventado por las bombas. Hoy en día, el nuevo Belchite no llega a los dos mil habitantes, pero en aquel entonces, cuando lo pisé gentilmente acompañada por José Antonio Labordeta, no había un alma, y encontrarse con dos pueblos vacíos de presencia humana golpea en verdad el ánimo. Han transcurrido 40 años, pero, insisto, la imagen de los dos pueblos inhabitados, aunque por distintas razones, permanece imborrable en mi memoria y, cuando viajando por carreteras españolas, paso por alguno de los muchos pueblos abandonados de nuestra geografía, no puedo dejar de recordar los dos Belchites, aunque su abandono obedezca a otras causas.

Hasta ahora, los pueblos abandonados que vemos a escape, cuando viajamos por el interior de la península, son pueblos viejos, antiguos, de los que sus habitantes desertaron no presas del pánico de las bombas sino impelidos por la angustia de la necesidad de sobrevivir (zonas sin puestos de trabajo, falta de escuelas, de equipamientos médicos, de medios de comunicación...). Constituyen una estampa fantasmal, misteriosa e incluso, en ocasiones, subyugante si nos olvidamos de la dramática y penosa situación en la que debieron de transcurrir las vidas de sus habitantes antes de decidirse a partir. No obstante, hoy en día empezamos a cruzar por estampas casi más espectrales, por paisajes atacados por filas y filas de edificios, de reciente construcción, absolutamente vacíos que la industria del ladrillo no consigue vender y que, por la costa mediterránea por ejemplo, empalman unas con otras conformando una suerte de pueblos de hormigón largos y estrechos, rectángulos kilométricos monstruosos que nadie compra pero que ahí están, cual enormes cementerios vacíos de cuerpos en putrefacción y también de almas.

Feos a matar, guardan un único cadáver: el de la ambición y la corrupción inmobiliaria y política de una industria que ha podrido el paisaje de las costas, los anhelos y el bolsillo de una población engañada que creyó, con la fantasía de ganarse así el respeto del vecino, en la necesidad de poseer una segunda residencia. Y, perdón, olvidaba el otro cadáver que descansa entre las paredes sepulcrales de esos cementerios de cemento: el futuro de un país, el nuestro. La crisis generada por lo que se llamó "la burbuja inmobiliaria " está siendo, sumada a la global, mortal.

LAS PREOCUPACIONES DEL CIUDADANO

Hay dos clases de mentiras: las estadísticas y las demás". La frase se debe a Sir Winston Churchill, estadista, historiador, militar, escritor (en 1953 le fue concedido el premio Nobel de Literatura), primer Ministro británico y uno de los políticos más sobresalientes de la escena mundial a lo largo del siglo XX. Pero pese a las sospechas que puedan suscitar los resultados de las encuestas, esa práctica tan generalizada de ir contabilizando las opiniones de la ciudadanía respecto a los más diversos temas (de hecho, respecto a todos los temas habidos y por haber), resulta prácticamente inevitable no utilizarlas para saber, aunque nunca a ciencia cierta, qué piensa, qué opina, qué preocupa o qué preferencias tiene la ciudadanía. De ahí que, a la hora de registrar por escrito lo registrado por el oído, al contacto con las personas surgidas en el camino de la vida cotidiana, de la vida absolutamente cotidiana que estas páginas pretenden reflejar, haya constituido una tentación comparar las experiencias, lamentos, reflexiones, esperanzas y, sobre todo, preocupaciones de las gentes de mi entorno con los resultados de las encuestas realizadas y publicadas por el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas, de Madrid). El resultado de la comparación es, desdichadamente, válido. Es decir, las preocupaciones de los ciudadanos españoles catalogadas por el Centro de Investigaciones Sociológicas coinciden con las que se pueden percibir prestando atención y, sobre todo, oído, a la gente que vive, trabaja (con suerte), vota, paga impuestos, sufre y se divierte en este país. Se trata de una coincidencia nada afortunada, por la que nadie, en pleno juicio, debería alegrarse, pues revela preocupaciones no solo de suma gravedad, sino de difícil solución. Hace unos años (muy pocos), las preocupaciones de la ciudadanía se centraban, según el mencionado Centro de Investigaciones Sociológicas, en cuestiones como la emigración, el terrorismo o la inseguridad ciudadana; en la actualidad, los resultados de las encuestas apuntan a problemas bien diferentes: el paro, la situación económica y -inquietante novedad- la clase política. La gravedad de los cambios radica, desde nuestro punto de vista, en que las preocupaciones de los españoles de hace cinco años eran de naturaleza solucionable: el terrorismo de ETA, los problemas que pudieran provocar los inmigrantes en el seno de la sociedad o la inseguridad ciudadana son fenómenos serios, que requieren inteligencia y sensatez por parte de las instituciones dirigentes, pero para los que hay remedio en una sociedad democrática, justa y más o menos avanzada como es la nuestra.

Por el contrario, el paro, la situación económica de las familias, la corrupción... y cuantas inquietudes impiden que vivamos en una sociedad más o menos optimista se adivinan, mejor dicho, se temen más irresolubles que las anteriores debido a ese tercer motivo de preocupación ciudadana, la desconfianza en la clase política, y tal irresolubilidad crea desazón, pesimismo y desesperanza. Al menos en las almas y cuerpos de las clases más indefensas, y, en el caso de los más asentados, de quienes ven menos amenazado su modus vivendi, suscitan una dejadez de espíritu, un conformismo y una negatividad altamente peligrosos para la salud anímica de una sociedad que, en tales condiciones, amenaza con instalarse en el estado intermedio entre la anemia espiritual y la indefensión material.