La vida te cambia en un segundo. Ahora estás vivo y dentro de nada, muerto. Luis Miguel Quiroga lo sabe. El 11 de marzo del 2004 estaba en el andén de Cercanías de Atocha. Ayer, en la T-4 de Barajas. "Cuando te ha pasado una cosa así --dijo en referencia al 11-M-- aprendes a tomarte la vida de otra manera. Entonces no me pasó nada y ahora tampoco", explicó. Sea por sus experiencias traumáticas o por su "tranquila" manera de ser, Quiroga era uno de los pocos pasajeros que estaba tranquilo en Barajas. Desde primera hora de la mañana, el aeropuerto de Madrid se convirtió en un hervidero de usuarios, políticos, policías, ambulancias, sanitarios, bomberos, psicólogos, personal aeroportuario... El escenario de un atentado terrorista. Unos 50.000 afectados.

Antes de las nueve, el párking de la T-4 estaba, supuestamente, desierto. Los agentes no dejaban pasar a nadie. Gonzalo M. intentó acceder a la instalación en su coche, pero la respuesta que recibió le dejó boquiabierto: "No se puede. Hay una amenaza de bomba", le dijeron. El hombre dejó a su mujer y a sus cuatro hijos en la terminal y se dirigió al aparcamiento de la T-2. A los pocos minutos, su mujer, convertida en un manojo de nervios, le llamó al móvil para advertirle que la bomba había estallado. "Estamos bien", le intentó tranquilizar.

Un accidente

Tras la "atronadora explosión", el caos se multiplicó. Por un momento, hubo gente que pensó que el ruido procedía del accidente de un avión, pero a los pocos minutos, según una pasajera asturiana, "todo el mundo" era consciente de que acababan de escuchar "una bomba".

La policía comenzó a desalojar a marchas forzadas a los miles de pasajeros que, en el momento del bombazo, estaban dentro de la T-4. "¡Corran, corran, corran hacia las pistas!", decían sin parar los agentes. Muchos de los usuarios fueron, efectivamente, hacia las pistas. Pero otros lo hicieron hacia donde pudieron. Fue el caso de un empleado de Iberia que, segundos antes de la detonación, había salido de la terminal para fumar un cigarro. "Estaba fuera y me cayeron trozos de bambú --de los que está hecho el techo de la T-4-- encima", relató. El empleado echó a andar y terminó, como muchos otros, en el laberinto de carreteras que rodean a Barajas.

Allí también apareció Avelino, que no podía localizar a su hijo, que había aterrizado a las 8.00 procedente de Washington (EEUU). "Me ha dicho que nadie sabe nada de sus maletas, que todo es un caos, que hay mucha gente llorando. Ha debido ser horrible", comentó.

La Cruz Roja e Iberia repartieron mantas entre los pasajeros que esperaban con mucho frío y paciencia infinita en las pistas. Horas más tarde, fueron recogidos en autobuses y conducidos a la T-2. A pesar del caos, se les distinguía perfectamente. La mantas rojas y grises, los ojos llorosos y la cara de susto les delataban. Había niños durmiendo en el suelo, voluntarios y psicólogos de la Cruz Roja preguntando si todo estaba bien, usuarios que corrían por los pasillos para intentar averiguar dónde ir y gente amable que ofrecía un café caliente a quien lo necesitaba.

Marta Cantú, que llegó de París, estaba callada y tumbada en el suelo. Muy angustiada porque todas sus medicinas estaban en la maleta y no tenía ni la menor idea de dónde podía estar su equipaje. "Estábamos dentro del avión. Acabábamos de aterrizar y la azafata nos dijo que había estallado una bomba. Se armó un buen escándalo en el avión", contó.

A las dos, una vez que la policía comprobó que no había más artefactos y los bomberos certificaron que el edificio no tenía daños estructurales, la actividad se reanudó en T-4. Aunque si hubo caos por la mañana, el de la tarde fue descomunal. Y todo apunta a que Barajas tardará en recuperarse.