España acabó con un larga espera y dio al fin el paso al frente que se le exigía desde siempre y que nunca acababa de llegar, enredada en una eterna lucha con su propia historia y una larga lista de fracasos, solo rota por el lejano gol de Marcelino, un recuerdo imperecedero de otra época que merece un heredero de otro tiempo. Danzando bajo la intensa lluvia, la selección de Luis Aragonés dejó atrás a Rusia (3-0) y ha llegado al final del camino y ya solo le queda liquidar de una vez por todas la cuenta pendiente que persigue al fútbol español. Le espera un mal enemigo, el peor por nombre, un rival que ha hecho de su vida una lucha constante contra todo y contra todos y que nunca se deja morir: Alemania. Pero esta España sí que seduce, por esta España sí que vale la pena desear lo mejor.

Hacía nada menos 24 años que la selección no se hacía oír en Europa y, como ocurrió entonces en Francia, lo ha hecho con la discreción y la humildad que no había mostrado en otras citas. Como un grupo, sin protagonismos exagerados, unidos alrededor de la singular figura de Luis Aragonés, un tipo que tal vez no haga honor a su sabio apodo pero que ha sabido mantenerse firme a las presiones y a los debates que históricamente han bombardeado la selección. Hasta hace cuatro días, la sombra de Raúl seguía planeando sobre el equipo, como un fantasma que desde Madrid se ha seguido alimentando, como un Cid que pretendían poner delante de todos para guiar a España. Ahora, ni siquiera esos se acordarán de él.

UN EQUIPO FRESCO Este es un equipo mucho más fresco. Un equipo más llano, menos retorcido, que ha sabido llevarse bien y que ha remado siempre a una. Un equipo que anoche tuvo chispazos cautivadores, sobre todo, en la segunda parte, y que acabó bailando a la triste Rusia de Hiddink, en un enorme ejercicio de autoridad. Arshavin quedó empequeñecido frente a Xavi y frente a Cesc, que tuvo una irrupción espectacular, decisivo como fue en el 2-0 de Güiza y el 3-0 de Silva. El Barça que tanto suspira ahora por el genio ruso, debería echar mucho más de menos a quien se fue a buscar la gloria a Inglaterra.

Pero antes de esa explosión final, antes de que los jugadores dieran brincos abrazados, listos para la batalla con Alemania, hubo momentos de incertidumbre. En el primer tramo de la noche, España pareció apesadumbrada por la responsabilidad, como si el peso de esa larga historia huérfana de grandes citas le atenazara, en una situación que alcanzó a la grada. Frente al ánimo infatigable de la afición rusa, la española se mostró mucho más apagada, con un punto de angustia que a menudo flirteó con el silencioso temor a morir en la orilla. El grito de guerra de "a por ellos" quedó ahogado hasta que Xavi despejó los fantasmas que sobrevolaron el ambiente durante largos minutos, como un negro presagio que el tono del partido no invitaba a enterrar, y que la lesión de Villa agrandó.

El héroe del debut se marchó del escenario con la cabeza gacha y mordiéndose las lágrimas, sin haber dejado una sola huella ante quienes había destrozado con tres goles. En un partido sin ocasiones, perder a Villa tuvo un aire dramático, acrecentado por la espesa lucha de Torres. Pero donde no llegó el Niño sí lo hicieron dos pequeños diablillos, Iniesta y Xavi, uno para enredar con dos requiebros y el otro para aparecer de no se sabe dónde y empezar a trazar el camino hacia la final.

Fue como una liberación, el pistoletazo para que el equipo se sacudiera sus miedos y echara a jugar con una inquebrantable tranquilidad, en un rondo que arrancó "olés" y que Europa entera debió contemplar con admiración. Tres goles, tres sellos distintos. Xavi, un joven con un talento descomunal, Güiza, el hijo de un basurero al que el fútbol le ha dado la vida y Silva, un canario al que le da miedo hablar, tan distintos, pero tan unidos por una ilusión común. Y en medio, Cesc, el símbolo de esa juventud atrevida que se ha ido de casa a conocer mundo. A todos ellos les espera un hueco en la historia.