La decisión de la mayoría de los británicos de abandonar la Unión Europea (UE) tiene muchos responsables. Ahora se echa la culpa al extremista líder del UKIP, Nigel Farage, que ha centrado la campaña en la inmigración, o a David Cameron, por su irresponsabilidad de convocar por razones de política interior un referéndum sobre una cuestión tan trascendente, sin ni siquiera establecer condición alguna, como la de exigir un nivel de participación o una mayoría cualificada. Farage y sobre todo Cameron son evidentemente responsables, pero hay muchos más.

Son responsables también los laboristas por su tímida campaña a favor de la permanencia, nada extraño cuando su líder, Jeremy Corbyn, se había opuesto en su día a la entrada de Gran Bretaña en la UE. Hasta un europeísta tan distinguido y valiente ahora como Gordon Brown había estado en contra de la entrada del Reino Unido en el euro. Ese es el problema: que casi todos los políticos británicos, con excepción de los centristas liberaldemócratas, que no pintan nada, han sido siempre reticentes, cuando no abiertamente opuestos, a la idea de Europa.

Desde Margaret Thatcher a Cameron, pasando por significados dirigentes del Partido Laborista cuando este partido estaba en el poder, durante cuatro décadas se ha inculcado a los británicos que la UE era una panda de burócratas que desde Bruselas coartaban la soberanía británica y obligaban al Reino Unido a cumplir un sinfín de directivas, a regularlo todo, desde los impuestos hasta el tamaño de los plátanos, y a solidarizarse mediante la transferencia de fondos con pueblos mucho más pobres que ellos y, sobre todo, nada británicos.

Todos los dirigentes del Reino Unido han rechazado la integración plena en la UE y han intentado siempre imponer cláusulas de exclusión. Quién no recuerda aquellas cumbres interminables en las que al final se llegaba a un acuerdo tras la inclusión de la excepción británica que tocase. En este sentido, la UE también es responsable del brexit por haber cedido a los chantajes, el último el pasado mes de febrero cuando se concedieron a Cameron exigencias como la rebaja de derechos de los trabajadores comunitarios y la no participación en los rescates financieros, entre otras. Por eso es una broma trágica volver a hablar, como ocurrirá ahora, de la Europa de dos velocidades, como si no existiera ya desde hace años. Hay una UE que está fuera del euro y de la libre circulación de Schengen (el Reino Unido y otros) y hay otra en la que se aplican todos los tratados. Dos velocidades: hay una UE que va a 70 por hora y otra que va a 100, pero la primera impide que la segunda corra más porque tiene la capacidad de poner la señal de dirección prohibida en muchos tramos. Con unos políticos británicos machacando al electorado con lo perversa que es la UE y exigiendo un trato diferenciado, y la otra parte consintiéndolo, ¿por qué nos extraña que al final la gente prefiera separarse? Cuando nos dicen que la UE es el coco, es lógico que la gente piense que no será tan malo vivir solos. Ocurre como cuando los partidos clásicos se acercan cada vez más a las posiciones de la extrema derecha. La gente pierde el recelo a votar a la extrema derecha porque piensa que sus postulados no serán tan terroríficos. Esa aproximación irresponsable banaliza las políticas extremistas y populistas, les da credibilidad, les concede autoridad, en lugar de desautorizarlas, y las blanquea, igual que se blanquea el dinero sucio.