Han pasado 180 años desde que el cementerio de Torrero abriera sus puertas. Fue en 1834 cuando se decidió sacar los enterramientos de las inme- diaciones de las iglesias, en un casco urbano que entonces en Zaragoza apenas alcanzaba lo que ahora se conoce como la plaza de Aragón. Y escogieron el enclave actual por la sencilla razón de ser suelo municipal, estar ubicado a dos kilómetros de las casas, en una zona eleva-da, sin problemas de freático, y donde los militares utilizaban el terreno para sus polvorines y, sobre todo, por estar a contraviento y garantizar que la propia naturaleza alejaría el problema de los olores.

Así llegó adonde ahora se encuentra y no son tantas las personas que conocen los entresjos de esos primeros años. Uno de ellos es Ramón Betrán, jefe de Servicio Técnico de Planea- miento y Rehabilitación en el Ayuntamiento de Zaragoza, y ultima la publicación de un libro que arrojará más luz a esa primera etapa desde el segundo tercio del siglo XIX hasta la Guerra Civil española. Cuando estuvo en manos de la Iglesia -porque no hubo registro civil hasta 1871-, y sus primeros 25.000 metros cuadrados se los repartían las 15 parroquias lo- cales. Y cuando la visión sobre cómo dirigirlo y sobre la per- cepción de la muerte desde el punto de vista administrativo, urbanístico y humano tenía muchoqueverconlocatólico.

Betrán asegura que de ese primer recinto la Iglesia «solo pagó las tapias, la explanación y una pequeña capilla que aguantó hasta 1913 y que usaban como caseta para guardar las herramientas». «Al capellán le pagaba el ayuntamiento», apostilla. No tuvo nichos hasta 1854 y se empezaron a hacer al alineados junto a los ejes principales del cementerio «porque la gente ya no cabía». Luego se hicieron los osarios, cada una de las cuatro esquinas, adonde iban los huesos pasado un tiempo y, poco a poco, las necesidades de espacio llegaron a duplicar la superficie.

Ampliaciones

Y es que el camposanto de Torrero, recuerda Betrán, recibió las ampliaciones más importantes a golpe de epidemia. «Cuando surgía una en Europa, en Zaragoza se empezaba a trabajar»,explica. Así pasó con el cólera en 1834, que condujo a su estreno. El número de fallecimientos fue tan alto que se tuvo que recurrir al recinto de La Cartuja que aún se conserva junto a la carretera de Castellón. Y eso que la Iglesia no comulgaba con ir a Torrero, ya que cobraba por los enterramientos y veían como un perjuicio reducir sus ingresos al asumir los costes de llevar cuerpos a dos kilómetros de la ciudad.

También pasó en la ampliación de 1885, por un nuevo brote de cólera de los cuatro que su- frió la capital aragonesa (y en los que perecieron 9.000 zaragozanos). Y en 1918, en este caso por la gripe española. Todos ellos antes de la Guerra Civil. Una contienda que enterró a 3.961 personas en tierra y 446 en nicho.

Antes de eso, llegó su municipalización, en 1867, y con ella eran más difíciles las ampliaciones, ya que se hacía «lo mínimo y siempre que no costara dinero». Y es que el abandono rozaba la mediocridad generalizada, incluso en los enterramientos. Hasta finales del siglo XIX, cuando la burguesía empezó a introducir mausoleos, solo los panteones se salían de ese tratamiento. Como curiosidad, el primero en Torrero fue para el capitán general Blas Furnás, pagado por el consistorio en 1845).

El cementerio era espejo de la sociedad y las creencias. Católico hasta 1871, en él los suicidas se llevaban a un lugar aparte, igual que un bebé sin bautizar. Su lugar era el cementerio civil, al otro lado de la tapia, mientras, por ejemplo, «un pie amputado en la clínica del doctor Lozano» sí tenía sitio dentro. Un lugar civil que empezó siendo una empalizada de madera en la que meter, además, a los «amancebados, librepensadores o pecadores públicos». Hasta 1905 no se hizo un lugar más digno, pero extramuros también. Hoy, 180 años después, quizá esos inicios parecen de otro mundo, pero sigue siendo reflejo de la ciudad y la sociedad que la habitaba.