Llora en más de una ocasión pero también se intuye que llega a sonreír al otro lado del teléfono. Luisa (nombre ficticio) tiene 63 años y hace uno que perdió a su hija, María (también ficticio). La asesinó su marido cruelmente una noche, la última que tenía que pasar en la casa de ambos después del ultimátum que María le había dado.

«La noticia fue un golpe del que uno no se repone nunca. El primer pensamiento de cada mañana es para ella. Menos mal que tengo un motivo por el que levantarme porque hay días que no tengo ganas». La razón -y su fuerza- es su nieta, con quien vive desde que mataron a su hija. Tiene diez años y ha terminado el curso con unas notas de las que sentir orgullo de abuela si se tiene en cuenta que el curso lo empezó bastante mal, después de cambiar de ciudad, colegio, de amigos y de tener que entender que su padre había estrangulado a su madre. «Mi ilusión es llevarla a Roma cuando todo termine», explica con una voz que desprende una sonrisa. Lo harán cuando el proceso judicial finalice.

Luisa conocía lo del ultimátum y ese fin de semana se iba a llevar a su nieta al pueblo, donde pasaban las vacaciones escolares, pero intuyó que algo no iba bien. «Le dije si quería que me quedase, pero me prefirió que me llevase a la chica al pueblo. Por la tarde volvimos a hablar por teléfono y la vi tranquila. Al día siguiente -sábado- la llamé y ya la noté diferente. Por la noche no me respondió a los wasaps, pero no quise insistir para que no pensase que era una pesada». Se quiebra su voz. A la mañana siguiente recibió un mensaje de la compañera de trabajo de María. No había acudido. «Supe que le había pasado algo». Al poco, una vecina de María llamó a Luisa. «Me dio un número de teléfono para que llamase. Me decía, Luisa, llama, que no puedo decirte nada más, pero llama... Pobre, se comió todo el pastel. Cuando llamé me respondieron: «Homicidios, dígame». Y lo tuve claro, la había matado». Su nieta estaba a su lado. «Lo escuchó todo y me preguntaba que qué le había sucedido a su mamá llorando. Yo la abrazaba». Cuando Luisa localizó a su hijo, este ya había acudido a reconocer el cadáver de su hermana. Su otra hija también estaba enterada.

Admite que los primeros días los pasó en shock, que «vivía como en una nube» y que el tiempo le ha ido engrandeciendo la pena, el dolor, la rabia, el vacío, la ausencia. «Tengo dos hijos más, pero no pueden llenarme el vacío de María». Cada día se levanta para llevar a su nieta al colegio y la vida le sigue dando bofetones, como el día que le preguntó por qué su padre había buscado en internet cómo ahorcar a una persona. «Lo vio en el móvil. Ese día entendió que no era bueno y no fue fácil porque ella adoraba a su padre».