El patrimonio aragonés está de enhorabuena. Los bienes de la Franja obtienen una y otra vez sentencias favorables para la devolución a sus legítimos dueños; en 1917 Aragón recuperó los bienes de Sijena y ya son tratados y presentados de forma digna en su lugar original. Y en estos momentos un grupo significativo del expolio perpetrado en el yacimiento de Aratis o Araticos, (Aranda de Moncayo) retorna en forma de siete cascos celtibéricos gracias a la generosidad de unas instituciones y unos funcionarios que entienden que el sitio del patrimonio es el más cercano posible a su lugar de origen.

No obstante, me permito contrastar el esfuerzo llevado a cabo por el Gobierno de Aragón, totalmente encomiable, en los casos en litigio con la vecina comunidad autónoma, con el sigilo institucional ante un conjunto arqueológico que ha sido vendido, expuesto, disgregado y subastado en un paseo constante por media Europa. De igual forma es destacable el aparato informativo con que se nos obsequió en el caso del pecio del Odyssey y la discreción en la actuación de los Cascos de Aranda. Quizás era necesario, lo importante es el resultado y su repercusión social y mediática.

Pasado remoto

Y es que en el patrimonio también hay clases: nadie discute la importancia de un patrimonio sijenense representativo de la tradición cristiana que, además, simboliza muy firmemente la identidad histórica de la Corona de Aragón; ¿parece razonable que unas piezas de metalistería de la Edad del Hierro, únicas en el mundo, pero que pertenecen a un pasado remoto, ni tan siquiera romano, no tengan tanta relevancia? Lo comprobaremos en fechas próximas esperando que el estudio y analítica necesarios no se eternice y podamos disfrutar de un patrimonio tan singular.

Estos cascos, de tipología hispano-calcídica, son de alguna manera, la representación de una cultura/identidad, la celtibérica, que siempre ha sido mirada de reojo por los poderes autonómicos. Situada en las estribaciones del Sistema Ibérico, por un lado, presentaba demasiadas concomitancias con sus vecinos de las Castillas y, la verdad, sonaba demasiado a Meseta; por otro, se usaba inapropiadamente esa identidad celtibérica para justificar un centralismo que es mejor olvidar. Ha habido sensibilidades que parecían antagonizar lo aragonés con lo celtíbero.

El uso insistente del término ibero para designar a todo lo prerromano solo es una pequeña muestra del intento de desdibujar una cultura con personalidad propia, con lengua diferenciada, de la cual conservamos los documentos epigráficos más extensos en una lengua céltica en la Antigüedad; una cultura que es la causante de que el universalizado calendario gregoriano comience el 1 de enero debido al conflicto romano con Segeda en el S II a.C.; algo que en cualquier parte se consideraría un hecho relevante y digno de resaltar.

La identidad celtibérica no pretende crear ningún tipo de nacionalismo contra ninguna otra identidad, aunque con peores mimbres se han hecho cestos..., simplemente intenta preservar unos lazos propios de un territorio/frontera, que es como se define, más allá de los rígidos limites en que nos encerró el Estado de las Autonomías. Todos los que viven a la sombra del Moncayo, a lo largo del Jalón o en las parameras de la Ibérica, sean castellanos o aragoneses, saben de lo que hablo y negar esa relación sería tan injusto como negar a los territorios de la «franja aragonesa» su identidad común con los vecinos catalanes sin dejar en ningún momento de ser aragoneses.

Así pues, los cascos celtibéricos se convierten en algo más que la recuperación de un expolio, son un símbolo identitario que a su vez forma parte indisoluble del pasado aragonés y merecen un lugar de honor al mismo nivel que otros elementos recuperados. Ya que, por razones lógicas, no pueden exponerse en su lugar de origen, Aranda de Moncayo, es exigible que en Museo Provincial de Zaragoza ocupen un lugar destacado y, a ser posible, singular junto a los Bronces de Botorrita y a otros elementos de la cultura celtibérica que deben de tener una lectura diferenciada en un espacio específico que podía ser un reclamo turístico patrimonial de primer orden: «El mayor legado epigráfico en metal en lengua celtica y el origen del cambio de calendario».

Difusión cultural

El Museo de Zaragoza con esta incorporación se convertiría en lugar de referencia para el estudio y difusión de los celtiberos y un hito de la cultura céltica europea.

Pero, en coherencia con esta circunstancia, no podemos ufanarnos de estas magníficas representaciones culturales si seguimos manteniendo el patrimonio celtibérico de campo en su actual situación calamitosa: Aratis promete unos resultados sorprendentes a pesar del brutal expolio a que se vio sometido, pide un programa de investigación a gritos; pero es que Contrebia Belaisca, Segeda, Arcóbriga, por citar solo los principales yacimientos, piden caridad.

La crisis ha hecho estragos en el patrimonio arqueológico en general pero en algunos lugares se habilitó un mínimo mantenimiento. En la Celtiberia aragonesa no hubo piedad: todo está vergonzosamente olvidado. Intente el lector una visita en cualquiera de los lugares citados: le costará encontrarlos por falta de indicaciones, la musealización, que en su día se hizo, languidece ahora devastada por el vandalismo, la falta de mantenimiento y unas estructuras arqueológicas sin protección.

No parece de recibo que la capital se beneficie de un patrimonio rico mientras los lugares de procedencia del mismo padecen una penuria severa; sería un elemento añadido más del contraste urbano/rural de la España despoblada. Los pueblos, por pequeños que sean, tienen derecho a sentirse orgullosos de su pasado y de su patrimonio y, además, hay que darles la oportunidad para que ese patrimonio sea motor de desarrollo. Utilizar los yacimientos del mundo rural para llenar los museos capitalinos fue una política del pasado que esperamos no se repita.

*Arqueólogo. Asociación de Amigos de la Celtiberia