Cierren los ojos, respiren y rememoren el último año. De fondo, por ejemplo, dejen que la Albada de José Antonio Labordeta les acompañe en ese viaje. Abrumador, ¿verdad? Nunca antes se había echado tanto de menos a todo en general. Jamás habíamos añorado de esta manera a la familia, al compañero o a la tierra. Y, doce meses después de este maremágnum sanitario, social y económico que lo ha puesto todo patas arriba, la sensación sigue siendo la de correr detrás del virus, que se escapa una y otra vez, sin saber qué pasará la próxima semana.

Si algo hemos aprendido en este tiempo es a vivir con incertidumbre, a no creer en los parámetros fijos y a sacar ese epidemiólogo que todos llevábamos dentro. Porque de la crisis sanitaria ha opinado hasta el apuntador, como en el fútbol. Barra libre. Con más o menos entendimiento en la materia, la vida a los aragoneses nos ha cambiado desde que aquel 4 de marzo del 2020 se confirmara el primer caso de covid en la comunidad. Fue un hombre de 79 años que tenía patologías previas. Ya llevaba varios días en diferentes servicios del hospital Clínico de Zaragoza provocando las primeras dudas entre los sanitarios, pero sin que nadie llegara a concluir que lo que padecía era aquella enfermedad que venía de China, originada al parecer en un murciélago y que en Italia estaba causando ya verdaderos estragos.

Con el virus de Wuhan ya en Aragón, el 6 de marzo se registró el primer fallecido. El estado de alarma no se decretó hasta el 14. La ciudadanía nos lanzamos a comprar mascarillas, geles hidroalcohólicos y hasta agotamos en los supermercados el papel higiénico. Todo fruto de esa coletilla del por si acaso que acabó, en parte, siendo una realidad. La cosa iba en serio. Tan en serio que un año después las cifras dejan en la comunidad 107.591 personas contagiadas, 3.309 muertos y cuatro olas epidémicas. Una más de regalo en Aragón porque la desescalada en verano nos marcó un gol.

Una gripe fuerte

Solo iba a ser una gripe fuerte, decían. Menos mal. Nos mirábamos por la calle extrañados. Unos con mascarilla, otro con guantes, algunos sin nada. No había otro tema de conversación, aunque tampoco lo hay ahora. Empezamos a ver con reticencia a la comunidad china, como si el coronavirus no fuera con el aragonés de a pie, y después ya empezamos a dudar hasta de nuestro propio vecino. Creció tanto la distancia social que cuando nos encerraron en casa empezamos a perder la perspectiva de lo que pasaba fuera.

Solo los sanitarios, ataviados con trajes al más puro estilo espacial, con máscaras de buceo de Decathlon o gafas de esquiar por la falta de material, nos lanzaban algún mensaje a través de los medios de comunicación. De auxilio. De precaución. De miedo. Lo que estaba sucediendo en los centros de salud y en los hospitales no era una película. La presión asistencial se desbocó y el sistema sanitario afrontó un colapso inconcecible. No había manos suficientes para tantos pacientes de covid ni espacios capaces de acoger a tanto infectado.

Se preparó un hospital de campaña en la Feria de Muestras (nunca utilizado), en la Sala Multiusos se habilitaron centenares de camas para acoger a los asintomáticos y en el párking del Clínico se levantó una carpa militar. Ciencia ficción no, pura realidad. Las residencias se cerraron como un búnker y la gente se moría a un ritmo acelerado bajo la atenta mirada de unos profesionales que lloraban sin saber qué más hacer. La entonces consejera de Sanidad, Pilar Ventura, dimitió tras unas desafortunadas palabras que los sanitarios no le perdonaron y, meses después, el Tribunal Superior de Justicia de Aragón reconoció en varias sentencias la desprotección de estos trabajadores.

Asumido ya el adiós a las rutinas más banales y el hola a las videollamadas, al teletrabajo, al chándal y a los aplausos de las 20.00 horas, ilusos de nosotros fijamos nuestro horizonte en la Semana Santa. No solo nosotros, también los que estaban por arriba. Al final, ni hubo procesiones, ni hubo turismo, ni hubo nada. Un año después estamos en las mismas. ¿Qué ha cambiado? La sensación es que la nueva normalidad jamás ha existido en Aragón y a la vida de antes ni está ni se le espera. El qué pasará en estas próximas vacaciones sigue siendo una incógnita.

Y durante la desescalada de mayo y junio, ¿no se perdieron por momentos? Había tantas ganas de sentir un poco la libertad que uno no sabía si se despertaba deportista, persona mayor o niño para acogerse a alguna de las franjas horarias. Con la movilidad ya plena, el ánimo despertaba de su letargo y nos lanzamos a la carretera y al turismo nacional, pero en el Aragón más oriental, en La Franja, el covid no dio tregua. La segunda ola llegó cuando ni siquiera se había ido la primera.

La comunidad doblegó este arreón no sin dificultades y a la reflexión llegó el tema de los temporeros. Sus condiciones de infravivienda favorecieron la expansión del virus y ahora, cuando está a punto de comenzar la recogida de la fruta de hueso y el enlace de una campaña tras otra, todavía no hay unos protocolo claros y fijos.

Maldito puente del Pilar

Sin orquestas ni fiestas en los pueblos (aunque algunos irresponsables pusieron de moda las ‘no fiestas’), tampoco hubo luego celebraciones del Pilar. Los sanitarios, agotados y sin descanso, lo advirtieron por activa y por pasiva: ¡Cuidado con el puente! Pero nada, lo cruzamos a velocidad de crucero y ahí llegó el tercer golpe para Aragón.

El virus brotó de forma tan exagerada en octubre que en noviembre dejó los peores datos de la pandemia en la comunidad. Se decretaron nuevas restricciones para afrontar el error del Pilar, se cerró la comunidad, las provincias (todavía no se han reabierto desde entonces), la economía se ahogó un poco más porque más persianas tuvieron que bajar y los casos y las muertos no pararon de subir. Las ucis se colapsaron. Algunas como la del Clínico, a la que pudo entrar este periódico, se llenaron de tal forma que en el box donde debía haber un paciente se encontraban dos. No había espacio para tanto enfermo. El confinamiento duro sobrevoló en el ambiente, pero no llegó.

Con el tercer envite asumido en Aragón, los sanitarios, que aún no se habían tomado ni un respiro desde marzo, lo volvieron a decir: ¡Ojo con la Navidad! Y ahí llegó ya, vulgarmente dicho, el despiporre. Que si allegado, que si familiar, que si unidad estable de convivencia. Entonces nos liamos demasiado con la letra pequeña cuando en realidad, siendo sensatos, no había nada que celebrar. No al menos en los términos en los que más de uno lo hizo.

Cuarta ola al canto, confinamiento de nueve localidades y un horizonte muy negro cuando ni siquiera habíamos saboreado el hito de la llegada de la vacuna. Hay quien ya habla de una quinta con la Semana Santa a la vuelta de la esquina. ¿Lo ven? Seguimos igual.

¡Qué agotamiento! Fatiga pandémica lo llaman. La culpa, en parte, ha sido más bien de todos. De los que mandan y de a quienes nos mandan. Y si fuera una broma darían ganas de resucitar a Gila para que llamara al enemigo y le dijera que ya valía con el virus este de la China. Pero esto es de todo menos un chiste. Jamás antes habíamos apreciado tanto la salud ni valorado a quienes la ejercen. El balance desde marzo es desolador y la reflexión debe ser pausada. Las cifras son personas y muchas no han podido completar el viaje en estos doce caóticos meses. Hagámoslo por ellos y tengámoslos en el recuerdo. Como dice esa Albada, adiós a los que se quedan y a los que se van también. Cuídense mucho.