Será por aquello de «piensa en global, actúa en local» que llevo varios días dándole vueltas a que, solo tres días después de que se inaugurara la cumbre del clima, organizada por la ONU en Madrid, se abría el tramo Santa Cilia-Puente la Reina de la autopista A-21, destinada a favorecer un modo de transporte insostenible. Cada uno de sus 6 kilómetros nos ha costado más de 7 millones de euros, para un tráfico que, según datos oficiales, es de solo 2.711 vehículos al día, la tercera parte de lo que se estima necesario para empezar a plantearse la conveniencia de convertir una carretera en autopista.

Cuando he afirmado que el transporte por carretera, o sea de viajeros en automóviles privados y de mercancías en camiones, es insostenible, no lo hago solo porque supone más de 20% de las emisiones de CO2 en el mundo y casi el 40% en Europa, sino apoyándome en los datos de Infras, el estudio más serio que se ha hecho hasta ahora en nuestro continente, realizado por la Universidad de Karlsruhe (Alemania) en octubre del 2004 y que aborda la cuestión no tanto en términos de emisiones de gases contaminantes o de efecto invernadero, sino en euros, en términos de costes externos.

¿Cuáles son los costes externos del transporte? Aquellos que las empresas del sector no contabilizan (como sí lo hacen con la amortización de los vehículos, su mantenimiento, el salario de los conductores, el combustible, etc.) pero que afectan a toda la población (accidentes, ruido, contaminación atmosférica, efecto sobre el cambio climático, daños en la naturaleza y el paisaje, daños en zonas urbanas y efectos sobre las aguas).

Pues bien, los autores de Infras calcularon que en el año 2000 esos costes se elevaron en los 17 países que entonces formaban parte de la Unión Europea a 650.275 millones de euros, el 7,3% del PIB total. ¿Es mucho o es poco? Decidan ustedes teniendo en cuenta que España, que es el quinto país de la Unión Europea que más gasta en sanidad, invirtió en 2018 en ese campo el 6,24% del PIB nacional. Y aquí me atrevo a mencionar la bicha del transporte de mercancías por carretera, que no es otra que la directiva comunitaria de la euroviñeta (que en España no se aplica), en virtud de la cual los camiones deben pagar por los kilómetros que recorren, a fin de cubrir al menos parte de esos costes externos y desviar cargas al ferrocarril. Sí, los dueños de los mismos camiones que cuando circulan por Alemania le pagan por hacerlo a aquel Estado, se suben por las paredes cuando se habla de implantar esa ley europea en España.

Sostenibilidad

Pero volvamos a Aragón. Pocos meses antes que ese tramo de la A-21 se habían abierto otros dos en el puerto de Monrepós, que tuvieron un coste de nada menos que 14 millones de euros el kilómetro. La A-23 ha puesto el Pirineo a menos de dos horas de coche de Zaragoza. Con estas inversiones, el Estado nos está diciendo que la mejor forma de desplazarse hasta esa cordillera, espacio de gran valor ecológico, es en automóvil o, en el mejor de los casos, en autobús. Hay una forma más sostenible de hacer este viaje, el ferrocarril, pero la vía del Canfranc da tantos rodeos, está en tan malas condiciones y los trenes que la recorren son tan zarrios, que el mismo viaje cuesta el doble de tiempo. O sea, que el tren no es una alternativa real.

Pero la A-21 y la A-23 no son los únicos casos. Desde hace años se trabaja para convertir la N-232, entre Figueruelas y el límite con Navarra, en autopista. Había muchos accidentes, me dirán ustedes, pero es que estamos construyendo una autopista justo al lado de otra autopista, la AP-68, que lleva en servicio desde 1980. ¿Saben ustedes de algún país europeo que tenga dos autopistas paralelas que vayan del mismo origen al mismo destino? Yo no. Y se quería hacer lo mismo con la AP-2, entre Zaragoza y Lérida, pero por fortuna el Ministerio de Fomento ha decidido esperar a 2021, cuando caducará la concesión a la empresa privada que la construyó y explota, para liberalizarla y evitarse así otra inversión descabellada. Por cierto, pudo haberse hecho lo mismo con la AP-68 en 2011, pero el gobierno de José María Aznar prolongó la concesión hasta 2026.

El disparate alcanza proporciones mayúsculas si pensamos en que el día que se acabe la A-68 pública, si todavía está vigente la concesión de la privada, la empresa adjudicataria estará en su derecho de reclamar al Estado el dinero que dejará de ganar, pues cabe suponer que todo el tráfico se irá por la vía sin peaje.

Los aragoneses debemos pensar que si tenemos una autopista (habrán notado que me resisto a llamar autovía a las autopistas libres de peaje) al lado de casa seremos ricos y felices. Porque además de las A-21, A-23, A-68 y A-2, por no citar la ridícula ARA-A1 construida y rescatada tras su quiebra por la Diputación General de Aragón, nuestros representantes políticos y buena parte de la sociedad claman por la construcción de muchas más: de El Burgo a Alcañiz, Tortosa y Castellón (3.771 vehículos al día), de Teruel a Alcañiz (3.261), de Teruel a Cuenca (1.273), de Gallur a Tarazona y Soria (4.959), de Gallur a Ejea de los Caballeros (3.455)... Si estos planes salieran adelante, no habría servido de nada cerrar la central de Andorra, porque cientos de miles de coches y camiones se encargarían de arrojar a la atmósfera más CO2 que el que ahora sale por su chimenea.

Más que el automóvil eléctrico, la alternativa sería el transporte colectivo. Pero, si al amenazador panorama que he descrito añadimos que Aragón carece de un plan regional de transporte, que la reordenación de concesiones de líneas de autobús que prepara la DGA no tiene en cuenta la intermodalidad autobús/tren, que Renfe organiza los trenes que Fomento considera «obligación de servicio público» más en función de sus necesidades internas que de las de sus viajeros o que el actual Ayuntamiento de Zaragoza ha decidido olvidarse de la línea 2 del tranvía, entenderán que piense que a los responsables y a muchos ciudadanos de nuestra región les importa un bledo lo que se diga en la cumbre del clima de Madrid. H *Geógrafo y periodista