En el distrito zaragozano donde vivo, las banderas (oficiales) de España se asoman a cada vez más balcones y ventanas. Cabe suponer que muchos de mis vecinos son patriotas heridos en su amor propio por la arremetida del independentismo catalán y quieren expresar sus sentimientos y su lógica: ¿A qué viene ese absurdo afán rupturista en lo territorial, cuando no sabemos si el Estado del Bienestar (se llame como se llame, sea monarquía o república) aguantará de aquí a unos pocos años? ¿Por qué se empeñan en fracturar la sociedad (tan acojonada desde el ¡catacrock! del 2008) unas gentes que se autogobiernan en muchos aspectos (no en tantos como pueden hacerlo los vascos, pero en bastantes más que nosotros mismos, los benditos aragoneses)? ¿Qué clase de paja mental se han hecho Puigdemont y Junqueras para llegar a pensar que es factible desmontar un país miembro de la UE sin que se produzca un cataclismo económico y social de incontrolables consecuencias?

Las fachadas rojigualda son el reflejo de una movilización transversal que no me atrevería a calificar de ninguna manera concreta. Tal vez prefiguren un desplazamiento de votos hacia PP y C’s. Quizás acaben volviéndose en la misma medida contra el alcalde Santisteve, catalogado por muchos zaragozanos como compañero de viaje del secesionismo catalán, que contra el presidente Lambán (y secretario general del PSOE aragonés por reciente decisión de sus compañeros), a pesar de que este se ha alineado muy claramente en las prietas filas del españolismo... Pero sobre todo, y disculpen si me salgo del tiesto, plantean una incógnita: ¿Cómo puede ser la Tierra Noble (o gran parte de la misma) tan patriota, tan partidaria de la unidad de España y tan leal con los centros de poder instalados en Madrid, cuando quienes actúan en dichos centros apenas han satisfecho nuestras peticiones, reivindicaciones, exigencias o lamentos?

Desde hace decenios, los gobiernos centrales (tanto del PSOE como del PP) han negociado con los Ejecutivos vascos y catalanes y/o con los partidos nacionalistas de allí para acordar enormes inversiones, traspasos de competencias, reducción del cupo, proyectos públicos de gran fuste y demás prebendas. Otras veces, incluso Canarias ha entrado en ese juego a través de sus dos diputados de estricta obediencia territorial. Pero Aragón apenas se ha comido alguna breva de cuando en cuando. Si acaso la movida de la Expo, el Fondo de Teruel, modestas propinitas, inversiones de rutina casi siempre tarde y mal... En fin, mucho menos que cualquier otra comunidad autónoma de esas a las que decimos «de primera» o de las que son beneficiarias (netas y natas) de la solidaridad fiscal.

Pese a todo, nuestro patriotismo está por encima de todo. Salimos a las calles contra el trasvase (encabezados una y otra vez por las autoridades de turno), reclamamos en su día un Estatuto por la vía (superior) del 151 que nos fue negado, y hemos pretendido (sin éxito) ser un territorio de los que cuentan. Por eso, algunas veces se nos pudo tomar por rebeldes con causa. Y sin embargo, no. Ante todo somos españoles, españoles, españoles... Casi por nada.