Promover una cultura de la paz entre los escolares es una excelente iniciativa que exalta los valores humanos como base fundamental de la educación. Sin embargo, la sensibilidad hacia una concepción ética de la convivencia no siempre caracteriza el día a día de ciertas aulas, en las que tampoco brilla la solidaridad. ¿Cómo entender tantos episodios de acoso escolar, imposibles sin la complicidad de gran parte del alumnado e, incluso, por desgracia, también de algunos profesores? El grupo que ríe y se burla, que corea al matón de turno, es, además de culpable, un elemento tan nefastamente imprescindible como el integrado por quienes callan y miran hacia otro lado; de poco vale lamentarse más tarde, cuando las consecuencias son tan visibles que no pueden ya ser ignoradas o los hechos han traspasado el ámbito escolar para colmar la crónica negra.

¿Realmente alguien puede aún pensar que el acoso escolar es «cosa de niños»? Puede y debe detectarse tempranamente, pues señales obvias no faltan, pero denunciar estos abusos todavía genera estigmas de difícil superación en un mal entendido ambiente de falso compañerismo, que tilda de chivato a quien osa dar un paso al frente.

A pesar de todo, el remedio no ha de buscarse tanto en denuncias y protocolos, sino en transformar el clima que preside el aula; en fomentar la cooperación en lugar de la competitividad. Hacer de la clase un espacio donde todos puedan desarrollarse con plenitud; un cosmos donde reine la amistad y no la zancadilla. Un entorno de comprensión y tolerancia para alcanzar la integración, donde lo diferente nunca es motivo de discriminación sino una experiencia enriquecedora. Educar para la paz es el primer paso para una feliz convivencia... también entre adultos.