En estos días de posrepública, Barcelona despierta desangelada y menos guapa que antes, cuando era la niña bonita de Europa. Cierta inseguridad se ha apoderado de su población, dividida por el conflicto secesionista. Hay menos risa, menos mar, menos vida en una ciudad volcada con la comunicación y el diseño, pero que necesita volver a diseñarse a sí misma.

Hay, existía ya, otra Barcelona distinta, más dura y cruel, menos vistosa. La que se agazapa entre las lacras de la sociedad, al filo de la desesperación y el desamparo, de la rebelión y la rabia. No por una república, sino por un pedazo de pan.

Se dan hoy y ahora en Barcelona escenas como que una hija tenga que contar a su madre que la han desahuciado de su piso por no poder pagar la hipoteca y que desde que la pusieron en la calle vive en un edificio ocupado por pseudo indigentes como ella. Hombres hechos y derechos, pero sin recursos, que una vez fueron peluqueros, soldados, artistas, pero que se ven obligados a sobrevivir revolviendo las basuras, como hace ella misma para llegar a final de mes. Colegas que matan el tiempo fumando hachís en pipas de agua y que, desocupados y desesperados, comienzan a dar vueltas a la posibilidad de atracar cajeros, tiendas, hacerse con lo ajeno...

Esta dramática situación, con escenas de tanta intensidad como las que acabo de resumir, aparece reflejada en Vienen mal dadas, la primera novela de Laura Gomara. Una nueva escritora con extraodinario talento, nacida en Barcelona y decidida, en su primera y sorprendente inmersión en la ficción literaria, a reflejar la realidad que le preocupa hasta los últimos detalles o consecuencias.

La original protagonista de Vienen mal dadas, Ruth Santana, es una mujer joven, de 28 años, a la que la vida se ha conjurado no sólo para no sonreírle en una casa de muñecas, sino para mostrarle su lado más oscuro. Ruth perderá el trabajo, la casa, pero saldrá adelante deslizándose entre las sombras de la moral y de esa Barcelona de tapiales y puertas que se abren a patadas, de cajeros reventados y contenedores caídos, de antihéroes y delincuentes que tienen también cosas buenas, sentimientos, un aire de solidaridad, estando en último término condenados a ser carne de cañón... porque vienen mal dadas.

Una reflexión pavorosa, pero real, de cómo es la vida en crisis de esos otros catalanes que no salen en televisión.