Un breve trastorno telúrico, una ola gigantesca y veinte mil o treinta mil inocentes se han ido al otro barrio. Uno lee tales noticias y comprende por qué los más lúcidos inventores de dioses imaginaron a éstos como una pandilla de bromistas crueles, amos y señores del caos terrenal. En fin, que los seres humanos pretendemos controlar como sea nuestra existencia y darle alguna importancia cósmica, pero sólo somos unos ínfimos pasajeros del big bang.

Aunque unos son más ínfimos que otros. En Oriente, por ejemplo, apenas han muerto turistas, aun habiéndolos a millares en las costas arrasadas. Casi todos volverán sanos y salvos para contarnos la terrible experiencia, enseñarnos terroríficos vídeos (las teles ya han ofrecido una buena muestra) o explicarnos que el tsunami no es un plato japonés sino el efecto tempestuoso de los terremotos marinos. En cambio, los pobres habitantes del litoral barrido por las aguas han caído a miles. Para eso les ha valido nacer y vivir en aquellas playas paradisiacas.

En este ambiente oscuro y tenebroso hemos llegado a la fiesta de los Santos Inocentes. Con la actualidad desparramando humor negro y paradojas tremebundas, a ver quién tiene hoy el cuerpo para inventarse patrañas ingeniosas que descoloquen al prójimo. Y el caso es que un servidor había pensado por un momento en romper la tradición (la mía) y gastar alguna inocentada: por ejemplo llamar a uno o dos que yo me sé y comunicarles muy seriamente, de parte del alcalde Belloch, que se les va a nombrar comisarios de la Expo. Pero visto el humor negro que gastan las supuestas potencias del Cielo y del Averno, mejor sigo dejando pasar el 28 de diciembre tal como ha venido.

Que haya suertecica, maños; que no nos pase nada, y si nos pasa que por lo menos nos coja cruzando los puertos leoneses en noche de nevada (¡siempre hay benditos que se meten en semejante aventura!) o de guiri en las playas de Tailandia. Amén.