El día 10 de octubre la brújula de mi gran amigo, José Bueno Gómez, puso rumbo al paraíso eterno. El bueno de José Bueno se marchó, pero su recuerdo quedará por mucho tiempo entre nosotros como gran maestro, académico, científico y humanista. Nuestra amistad comenzó y se solidificó en nuestra querida Granada, siendo ambos estudiantes de Medicina. Amistad que se renovó, años después, en la Facultad de Zaragoza, comprobando que no había disminuido, sino que se había intensificado, como responsables docentes.

Horas antes de su definitivo adiós, conscientes los dos de la situación, me honró mi entrañable e inolvidable amigo con un alegre adiós lleno de recuerdos y de bondad, todo ello acompañado de su inigualable sonrisa, antes de que el sigiloso canto de una nana sedante y paliativa, le abriera, acompañado de Morfeo, su deseado camino hacia la eternidad.

José Bueno era famoso en su profesión por su generosidad, su especial bondad, en todos y cada uno de sus actos. Una de sus frecuentes reflexiones era: «cuando te encuentres en el ocaso de la vida, debes saber morir, y con ello demostrarás lo que ha sido tu verdadera misión en este mundo».

Para muchos, la vida de José Bueno ha sido el epítome del triunfo. Sin embargo, además del trabajo profesional clínico, académico y cultural, tuvo pocas alegrías o beneficios sociales. En el momento de nuestra despedida, apoyados en la hamaca, repasamos sutilmente parte de su recorrido vital. Nunca valoró la riqueza ni el reconocimiento personal. Ego del que se enorgullecen los mismos que palidecen y carecen o desconocen el significado del rostro de la muerte. Se opuso a que las luces verdes de las máquinas hospitalarias le mantuvieran con artificial supervivencia, pensando que la única finalidad de esas tecnologías era respirar el aliento de la muerte, cada vez más cerca y menos digna. En el tramo final de su terrenal camino pudo comprobar la espiritualidad del amor, que consideró una verdadera riqueza, que le acompañó dándole la fuerza y la luz suficiente para seguir adelante.

DIGNIDAD

Algunas relaciones humanas o académicas, quizá la dureza del camino de la practica de la medicina, o tal vez los sueños abandonados de la juventud, intentaron manipular su conocida y generosa bondad, consiguiendo el efecto contrario, manteniendo en todo momento la dignidad de un ser sin par. De su legado me interesa destacar su concepto de la relación médico-enfermo, siempre en beneficio de los pacientes, formulando su forma real y transparente de ver la vida, sin las ataduras del ego ni de la fama, que como él mismo indicaba, nublan la vista y la razón. En muchas ocasiones de la vida que juntos recorrimos, ante la gravedad de alguno de los pacientes expresaba este sentimiento: «algún día llegará el momento de enfrentarse al tiempo en el que se cierren las celosías, no siempre con el amor de la familia y siempre con el de los buenos amigos».

José, diste valor a las cosas por su valor y nunca por su significado. Dormiste poco y soñaste más, entendiendo que, por cada minuto que cerrabas los ojos, perdías sesenta segundos de luz. Andabas cuando los demás se detenían, y despertabas cuando los demás dormían. Escuchabas cuando los demás hablaban. Muchas veces te caíste, y otras te empujaron, cayendo de bruces en la difícil senda de la vida, dejando al descubierto no solo tu cuerpo sino la grandeza de tu alma. Tu cerebro inconsciente grabó el odio sobre el hielo neuronal, pero esperaste a que en tu corazón saliera el sol.

Fuiste romántico, y recuerda, una noche luminosa de Granada, pintaste un sueño sobre las estrellas, mientras leías un poema de Lorca, y entonaste una canción de amor que brindabas a la Luna. Regaste con tus lágrimas las rosas de La Alhambra para sentir el dolor de sus espinas y el encarnado beso de sus pétalos, dejando constancia de la nobleza de tu vida.

Pero sobre todo no dejaste pasar un solo día sin decirnos, a todos, el amor que por nosotros sentías. Nos ilustraste sobre la otra realidad del ser humano y viviste enamorado del amor que al final encontraste, confirmando que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido, y la felicidad no está en llegar a la cima, sino en cómo se ha subido la pendiente y sorteado las espinas. Pensando que un hombre solo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, para ayudarle a levantarse. Cuando terminó «la sedante y paliativa nana», el silencio se hizo triste y el adiós lloró con esperanza. Desde el Paseo de Los Tristes. Con el cariño, respeto y admiración de siempre.