El barrio zaragozano de Oliver cumple cien años y ha organizado un amplio programa de actividades que empieza hoy (12.00 horas) con un espectáculo de gladiadores romanos en el anfiteatro del parque. Un acto muy simbólico teniendo en cuenta lo que han tenido que pelear sus vecinos durante toda su historia para ser parte importante de Zaragoza. O ser uno más. Tardó más de 40 años en entrar en su planeamiento urbanístico y ensanchó los límites de la ciudad al oeste a base de poblar sus dominios con gente humilde. Y eso, por mucho que pasen los años, no cambia.

Poca gente en Zaragoza conoce que el barrio lo creó un cura que le da nombre, Manuel Oliver, en 1918 cuando compró una finca en el Camino del Borge. Siguiendo los pasos de lo que desde finales del siglo XIX venía sucediendo en la ciudad, barriadas autoconstruidas fuera de sus límites con calles muy elementales sin urbanización y dividiendo parcelas que luego se iban vendiendo poco a poco. Allí se recogían gente con pocos recursos y toda la migración del campo hacia la capital que de forma masiva se vivió al inicio del siglo XX.

Uno de los que mejor conoce su historia es el jefe de Planificación Urbanística del Ayuntamiento de Zaragoza, Ramón Betrán, quien a través de sus escritos da buena cuenta de cómo y por qué de muchas de los hitos de los que se nutren sus cien años de historia.

Si Delicias había nacido en 1904 de la mano de Rafael Pamplona Escudero -que había sido alcalde hasta siete años antes- con la adquisición de terrenos que luego vendería por parcelas, ¿por qué no hacerlo un poco más al oeste? Eso debió preguntarse el sacerdote, explica Betrán, que decidió saltar esa frontera que hoy ocupa el tercer cinturón y que era insalvable para hacer lo mismo en 1918. No fue bien visto por una ciudad que no le reconoció como barrio hasta su inclusión en el Plan General de Ordenación Urbana de 1959, 40 años después y gracias a que lo pidió el Colegio de Arquitectos.

Eso fue un hito muy relevante en su historia para una concentración de edificaciones que durante más de cuatro décadas había ido creciendo sin red de saneamiento ni agua potable, ni alumbrado... Para el ayuntamiento, no existía esa parte de la ciudad que en sus inicios, desde ese camino que hoy se llama calle Antonio Leyva (una arteria principal que antes se llamó León Tolstoy) se había poblado de los basureros y barrenderos que trabajaban para él o de toda la inmigración llegada en busca de un alojamiento barato. Desde que se instaló mosén Oliver, en ese enclave donde levantó su casa, sobre un terreno de 300 metros cuadrados, y que fue vendiendo por parcelas «a 1,25 euros el metro cuadrado si era tierra de secano y a 2,5 si era de regadío».

A ese barrio sin reconocer en las afueras le vino muy bien la República. En 1932 le llegó el primer colegio, y luego un autobús que le llevaba hasta la actual plaza de España (entonces de la Constitución) y que en la Guerra Civil se suprimió. Tardó décadas en recuperarlo. A cambio fue el primero de la actual red. La línea 21 era la popular Oliver-Plaza del Pilar.

También le vino bien que la línea del ferrocarril lo partiera en dos, con solo dos o tres pasos para cruzar esta brecha urbana que no desaparecería hasta que se construyó el corredor verde para la Expo. Y su presencia hacía que se construyera a ambos lados y que el precio fuera el más asequible en Zaragoza. Un imán para la inmigración. Y mejor para el dueño de los terrenos.

Cuenta Betrán que Oliver tenía en 1950 más de 5.000 habitantes y solo un lustro después superaba los 9.000. Antes incluso de considerarse barrio. Hoy, con un kilómetro cuadrado de superficie tiene solo 16.721 y su baja densidad es «una de sus ventajas y una seña de identidad de la que no debería desprenderse», señala Betrán.

Otro momento importante llegó en 1947, cuando el cura recompra un terreno para levantar, con el dinero de los vecinos, la iglesia. Para dar buena imagen y con el sello del arquitecto Borovio que lo hizo gratis. Hoy ya no es templo, pero tampoco un edificio cualquiera. Un icono a la altura del depósito de agua, que aún recuerda el escándalo que se montó en los años 50 por el agua contaminada de la acequia de la que estuvieron bebiendo.

Un abastecimiento que llegó de la mano de otro hito fundamental en su historia, la construcción de las viviendas sindicales de General Urrutia. Un total de 256 pisos que obligó al ayuntamiento a llevar agua, saneamiento, alumbrado... A convertirlo en ciudad y a sentirse cada vez más barrio.