El rey Fernando VII muere en septiembre de 1833 dejando una España volcada en el absolutismo y el Antiguo Régimen, una sociedad de siervos y señores, de privilegiados (que disfrutan de privilegios tanto jurídicos como fiscales) y no privilegiados, donde la Inquisición sigue presente, no existe la separación de poderes ni el derecho a la libertad de expresión. Con anterioridad había estallado la Revolución Francesa, que sacudió hasta los cimientos a aquella sociedad y que fue el germen de nuestros sistemas políticos actuales, surgiendo una nueva clase dominante: la burguesía.

Todo su reinado fue una pugna entre los revolucionarios liberales que querían cambiar la sociedad y los absolutistas, que querían que nada cambiase. La monarquía intentó frenar todas estas transformaciones. Pero en los últimos coletazos del reinado de Fernando VII, los grandes nobles que siempre habían gobernado el país, las élites, se dieron cuenta de que los cambios eran inevitables y se aburguesaron para controlar desde arriba el desarrollo de esta revolución.

El rey tuvo grandes problemas para concebir un heredero, por lo que en caso de muerte era su hermano, Carlos María Isidro de Borbón, quien estaba el primero en la línea de sucesión. Pero Fernando al final tiene una hija en 1830, la futura Isabel II, pasando a ser la heredera al trono. Carlos recurre a la ley sálica, que impide reinar a la mujer en caso de haber un aspirante varón y comienza a ganarse el favor de los absolutistas. Esto le hace ganarse el apoyo de los inmovilistas más recalcitrantes.

En contraposición, María Cristina (esposa de Fernando VII), por mucho que fuera tan conservadora como su cuñado, si quiere ver reinar a su hija Isabel, no tiene más remedio que codearse y sustentarse en los liberales, enemigos acérrimos de los absolutistas.

Tras la muerte del rey en septiembre de 1833 todo esto acaba desembocando en una guerra entre carlistas (apoyan el ascenso al trono de Carlos María Isidro) y liberales (son partidarios de la sucesión de Isabel II y la regencia de María Cristina). Esto enmascara la pugna real, que es la revolución frente a la contrarrevolución.

La Cincomarzada

Después de muchas batallas en el transcurso de la Primera Guerra Carlista, llegamos al 5 de marzo de 1838. Los zaragozanos, en su mayoría, son partidarios de los liberales isabelinos. Lo que ocurre es que la capital del Ebro se encuentra entre dos de los principales bastiones del carlismo: Navarra y el Maestrazgo. Los carlistas, muy fuertes en el mundo rural pero que no se habían hecho con ninguna ciudad de envergadura, veían a Zaragoza con ojos melosos. El turolense Juan Cabañero aglutinó 300 soldados de caballería y 2.000 de infantería, lanzándose por sorpresa a la ocupación de Zaragoza, algunos dicen que por iniciativa propia y otros que siguiendo las órdenes del general Cabrera, conocido como el Tigre del Maestrazgo.

Cabañero aprovechó la quietud de la noche para sobresaltar imprevistamente a las tropas isabelinas zaragozanas, muy escasas porque en su mayor parte estaban auxiliando a Gandesa, asediada por los carlistas en esos momentos, dejando desguarnecida a la ciudad. A las 3 de la madrugada sus hombres saltaron los muros, gracias a unas escaleras que les proporcionaron sus partidarios. En un abrir y cerrar de ojos se hicieron con el barrio de la Magdalena, la Puerta del Carmen, el barrio de San Pablo y otras zonas. El jaleo, los «viva Carlos» y los tiroteos interrumpieron el sueño de los zaragozanos.

Aunque sorprendiera a los sitiadores, la respuesta de los zaragozanos fue la que cabría esperar en una de las ciudades más revolucionarias de España que resistió hasta la extenuación en los Sitios napoleónicos. Toda la población, hombres y mujeres, con lo puesto, con utensilios de cocina o herramientas de trabajo, improvisaron armas y se unieron a los escasos milicianos isabelinos en la defensa de Zaragoza. La lucha duró todo el día y Cabañero, sobrepasado por los ataques desde todas partes, al anochecer ordenó la retirada.

Fue una auténtica gesta y en 1839 el ayuntamiento declaró ese día como festivo, empezando una larga tradición: la de salir fuera de la ciudad a comer, merendar y pasar un día de campo en las arboledas de Macanaz y en la orilla del río Gállego, por aquel entonces situadas en el extrarradio de Zaragoza. Costumbre que se ha mantenido hasta nuestros días, a pesar de las prohibiciones durante gobiernos conservadores (1843-1854) y la dictadura franquista.

El Chocolate de Cabañero

Cabañero pecó de soberbio, se confió y pensó, tras tomar la ciudad por sorpresa, que ya estaba todo el trabajo hecho, así que ordenó abrir un café en plena madrugada para relajarse y tomarse un chocolate caliente. La furibunda reacción de los zaragozanos al despertarse le impidieron terminarse el tazón y acabó marchándose derrotado. Pero la vida da muchas vueltas. Al final de la guerra se pasó al lado isabelino y tuvo que formar parte de un desfile militar en Zaragoza. La gente, con algo de mala uva, socarronería y somardismo, le gritaba: «¡Cabañero, que se te enfría el chocolate!».