Les aseguro, querido público, que a mí todo el dinero me parece poco cuando de invertir en servicios públicos se trata. Particularmente si su destino (el de la panoja) es la educación y la sanidad. Igualar al personal en el colegio o en el hospital identifica a las sociedades democráticas y justas. Conste en acta.

Es preciso por ello exigir a los señores jefes que se cuiden de dichos servicios. Pero (¡oh, sí: ahora viene la adversativa!) la ciudadanía usuaria debe actuar también como una clientela responsable. Digo esto porque a veces hay cosas que no se entienden bien. Por ejemplo, cuando por un lado aparecen padres empeñadísimos en mandar a sus hijos al colegio o instituto de al ladito (no al que hay tres manzanas más allá, sino al que está junto a casa, pues si no la criatura podría sufrir un trauma); sin embargo, otros progenitores desean con similar ardor que su retoño (o retoña) vayan a un colegio lejanísimo (suele ser un centro religioso concertado al cual ya fueron el papá y el abuelito) y tampoco admiten ninguna otra solución pues argumentan que les ampara la libertad de enseñanza. ¡Hombre, amigos míos! Si nos ponemos en semejante plan esto no hay quien lo cuadre. El Estado (o sea, los contribuyentes) debe darle una plaza a cada estudiante, pero habrá que tener un mínimo de flexibilidad para que ajusten oferta y demanda. Y como sí vivimos en un país bastante libre, quien no esté conforme puede buscarse una solución a su medida... pagandosela de su bolsillo, claro.

Con la sanidad, ídem. Sé de personas muy formales que si van a un médico particular se aguantan en la sala de espera hora u hora y media sin rechistar; pero si van al del Seguro , a los diez minutos ya están poniendo el grito en el cielo. El sistema público de salud es obligado a realizar bastantes actos médicos innecesarios (¡como son gratis!) y a soportar un exagerado y absurdo gasto farmaceútico (Doctor... ¿no me va a recetar nada?). Lo cual, como digo, tampoco puede ser. ¿No les parece?