La primera parada es en Valdefierro, al principio de un desvío de la N-II todavía en su tramo urbano. En una vieja y destartalada caseta de ladrillo vive Jorge desde hace tres años sin luz y sin agua, conviviendo con el frío y calor extremo. Con él aparece Canalos para sorpresa de Lucía Conde, una de las dos trabajadoras sociales que cada día realiza la ruta de entrega de alimentos de Cruz Roja, en Zaragoza. «¿Pero tú qué haces aquí?», le pregunta. Hasta hace bien poco vivía en un piso que, según cuenta Lucía, costó mucho conseguir. «El lunes me voy (es viernes)», le responde, evitando dar explicaciones.

Jorge, el dueño de este chamizo llegó de Rumania en el 2007 y estuvo siete años conviviendo con una española. Presume que entonces tuvo coches de lujo, con el ánimo de demostrar que no siempre ha vivido en la miseria. Ahora se lleva un bocado al estómago gracias a la ayuda de Cruz Roja, que reparte las bolsas de comida que preparan en la parroquia del Carmen.

En Zaragoza atienen a unas 60 personas cada semana y durante el estado de alarma han ampliado su ruta. Normalmente solo salen de noche, pero ahora también lo hacen al mediodía, cuando reparten 20 comidas. Las personas sin hogar están confinadas, pero en lugar de en una casa con sus comodidades lo hacen en coche, cajero o entre las cuatro paredes que han formado con cajas de cartón. Además de alimento y agua, le proporciona ropa, packs de higiene, ahora también gel desinfectante y mascarillas, asesoramiento y compañía.

«La calle es muy dura porque uno se siente vacío y en el albergue estás como en una cárcel», dice Jorge tras recibir las varias mascarillas que Cruz Roja está repartiendo a las personas sin hogar y que agradece lanzando un beso al aire. «Yo no robo, me busco la vida como puedo», comenta mientras Canalos se esconde en el interior de la casa, una vez que ha recuperado las baterías para cargar el móvil que le devuelve Lucía. Como no tienen luz, la entidad les carga los móviles o las baterías y se las devuelve al día siguiente. También les proporcionan radios, para que escuchen a alguien, y les ayudan con las gestiones para conseguir los papeles. O a solicitar el paro. O a buscar trabajo y cursos de formación. Hasta se ponen en contacto con el Colegio de Veterinarios para que sus mascotas puedan estar vacunadas. Pero sobre todo les ofrecen atención y compañía.

«Muchos de ellos no hablan con nadie más en todo el día», explica Lucía, que le está enseñando la ruta a Andrea Zapater, la trabajadora social que la realizará a partir de ahora, y que critica los prejuicio que hay sobre ellos como que todos son unos borrachos, violentos o van mendigando.

Mientras conduce hacía su próxima parada cuenta que la situación para los sin techo es más dura si cabe con el estado de alarma porque pasan hora y horas sin ver a nadie. Se han confinado en la calle, sin moverse del sitio.

Antonio, un tarraconense que lleva 24 años viviendo en la calle, se confinó el 15 de marzo bajo un porche frente a la estación de Delicias. Apenas se aleja unos pasos de los dos metros cuadrados en los que tiene ocultas sus pertenencias, tras una caja de cartón.

Al bajar del coche, una mujer con su carro de la compra se dirige a Lucía y Andrea, ataviadas con sus chalecos rojos. «Ese señor vive ahí. No sé si necesitará comida pero tampoco quiere ir al albergue», dice. «Igual es que no puede», recibe como respuesta, pero ella insiste. Antonio mira desde lejos. Resulta que hay «tres o cuatro vecinos» -entre ellos la mujer del carro- que cada vez que pasan por la acera le miran y le señalan. «Me hacen sentir mal, claro. No es agradable», explica.

Pero no todos son así. Estando con él otra vecina le echa un grito desde lejos para avisarle de que le deja una bolsa que Antonio muestra con una sonrisa. «Todas las semanas me da embutido, un par de bocatas, agua y fruta», comenta agradecido. Cerca de los cartones que tiene para ocultarse hay unas botas de montaña. «Me las dio un señor que se las compró grandes y no las puedes devolver. A mí me van pequeñas, igual se las puedes dar a alguien», le dice a Lucía, que le lleva un par de polos de manga corta. Hace un calor horrible y Antonio lleva una térmica negra. «Espero que sean grandes que así oculto la barriga», bromea. Todas las semanas acude a casa de un conocido para asearse. Ahora lo que le preocupa es la peluquería. «¿Dónde puedo cortarme el pelo?». Andrea le explica en las peluquerías ya están abierta pero que tiene que pedir cita y Lucía le pregunta si tiene dinero para pagar. La respuesta es no. Así que quedan en que mirarán a ver cómo pueden solucionarlo y le enseña en su pantalla de móvil la zona por la que puede moverse y los horarios establecidos por el Gobierno. Durante la pandemia han reforzado la labor informativa para que todos estén al día de lo que se puede hacer y de las medidas de prevención que deben tomar.

El cáncer no perdona

Poco antes de las 14.00 horas y tras dos horas de ruta aparece Pilar en una nave abandonada del camino de los Molinos, donde con su marido, del que se quiere divorciar. Lucía le está ayudando con el papeleo para conseguir un abogado de oficio. Pilar, que supera los 50 años y desprende una gran energía confiesa que tiene mal día y que lo ve todo negro. Tiene cáncer y los últimos resultados no han sido nada buenos, pero se niega a recibir quimio. «¿Quién me va a cuidar? ¿Y de qué me sirve estar echa un trapo? Es que lo que me faltaba, quedarme calva. Que no, que no. Además, que yo no tengo nada por lo que luchar», comenta con nerviosismo. «Tienes por lo que luchar y lo sabes, y eres fuerte», le dice Lucía. «Que sí, que ya lo sé. Tienes razón pero es que hoy lo veo todo negro», sigue Pilar que es contradicción pura propia del estado de ansiedad. Quiere irse a trabajar al campo, a recoger fruta, aunque entra en razón y se da cuenta de que con su situación no es la mejor idea.

«Me voy que no quiero amargaros con mis cosas, bastante tendréis ya», dice despidiéndose.

A pocos metros está Ángel con su furgoneta y calzado sus zapatillas de estar en casa. Hace siete meses que vive en la calle. «No quiero unas deportivas «eh?», dice, porque va más cómodo. Está cabreado porque mientras hay muchas gente sin techo y con necesidades, Zaragoza Vivienda tiene pisos vacíos sin alquilar. También le preocupa cómo gestionar el paro y está desesperado con el contestador así que Lucía saca su libreta, esa en la que anota todo lo que le van pidiendo, y escribe los datos de Ángel para hacerle la gestión. Otra más. Tras un rato de conversación, vuelven al coche y siguiente parada.