Desde luego somos la leche. Fíjense ustedes la cantidad de gentes que quieren simultáneamente una cosa y su contraria. Por ejemplo en el tema de los impuestos. Que ahora mismo están subiendo la gasolina y los gasóleos (¡qué acierto el de los promotores de la invasión de Irak!) y no paran de alzarse voces reclamando que el Estado reduzca los gravámenes sobre combustibles para aminorar el incremento. Pero al mismo tiempo, como la temporada turística anda un poco fulera, también los hay (empresarios de la hostelería mismamente) que reclaman de las administraciones ayudas, planes y subvenciones. Aquí a la hora de cotizar casi nadie quiere ponerlas, pero a la hora de exigir servicios públicos, subvenciones y gabelas tampoco nadie se corta. Ustedes me dirán pues qué milagro será preciso hacer para cuadrar las cuentas.

Pero somos así. Las mismas personas que una noche cualquiera se van de juerga (en verano, ya se sabe) y arman su poquitín de alboroto ponen el grito en el cielo cuando los que cantan en la calle son otros. Los que hoy aparcan en doble fila (necesidad imperiosa si se pretende ir con el coche de aquí para allá), mañana se ciscan en los muertos del prójimo que ha hecho lo propio y les ha dejado sin salida. Queremos ver de inmediato a los agentes del orden cuando detectamos algún riesgo; pero si no es así su presencia nos perturba y nos hace pensar que vivimos en un Estado policial.

Contradicción inevitable. Si el Ayuntamiento pone la ciudad patas arriba por obras, se protesta; si dicen que la operación asfalto queda reducida a cuatro calles y media se protesta también (en un caso por las molestias y el mogollón; en el otro porque ya es hora de que arreglen aceras y calzadas, ¡que están hechas una pena!). Si un político es prudente nos parece timorato; si es atrevido le llamamos temerario. Y si hace calor clamamos al cielo, pero en cuanto refresca o llueve decímos que qué cagada de verano. Ya nos vale.