Y al 48º día de confinamiento, después de que los niños fueran los pioneros del regreso a la nueva normalidad, la calle resucitó a las seis de la mañana del 2 de mayo de 2020. El Gobierno ha establecido dos franjas para el paseo o el ejercicio a lo largo de esta jornada. Falta la nocturna. Nosotros hemos elegido la primera, la más madrugadora aunque sin exagerar, y también la más osada, para experimentar qué se siente de nuevo al reencontrarse uno con su cuerpo amojamado por el encierro y la inactividad casi más absoluta. Para saber sin ver si el covid-19 va a rebufo de nuestras zapatillas, con toda la naturalidad posible, un poco de respeto y bien adoctrinados para conservar las distancias reglamentadas en el ejercicico de evitar cualquier peligro, pisamos la calle a las 7.15 en punto. Las sensaciones se entrelanzan sin distinguir muy bien si te lanzas a lo cotidiano o si eres parte de la historia de la humanidad, uno de los valientes que cruzaron la puerta de casa para enfrentarse a un mundo aún doblegado por el coronavirus y que pasará a formar parte de la eternidad en pantalón corto y camiseta de Decathlon, con las canillas blancas nuclear y muy poquito músculo.

La primera escena tiene poco de épico. Pronto percibes que no eres Neil Armstrong salvo a que el paisaje sonoro sea inconfundiblemente lunar. Un tipo estirando las fibras en mitad de la nada como si fuera a disputar la maraton de Boston, en un lugar de la avenida César Augusto, tan solo que dan ganas de apadrinarlo. Nada cruje pero todo gime en la arquitectura ósea. La zancada es corta y prudente por obligación, mientras buscas a alguien con quien cruzar la mirada. Allí a los lejos parece que viene alguien muy de rosa, pero salta a la otra acera, como si huyera de un endemoniado. Diez minutos después de trote cochinero, los pulmones parecen agrietarse y las piernas se abotargan. Y ni un alma. La gloria, por lo visto, puede esperar para los runners de Zaragoza. Un sábado es un sábado antes y durante el estado de alarma. La cama conserva su jerarquía hasta en tiempos de guerra epidemiológica.

A las 8 es otra cosa. Hemos elegido el parque de La Aljafería y sus alrededores y la gente empieza a salir de sus madrigueras con el sol como reclamo. Paseantes en pareja, atletas individuales de todas las edades y condiciones físicas. Algunos a cara descubierta y otros con mascarilla... Unos perfectamente uniformados y satétiles vestidos con lo que ha caído del fondo del armario deportivo así sea de los noventa. Los perros se suman a la fiesta aunque para ellos la vida sigue igual. Siempre respetando la separación recomendada, la gente respira hondo, pero, pese a que la mayoría no puede evitar la expresión de sufrimento en su rostro, el aire que busca es otro: el de sentir que el corazón le late libre. Cada vez somos más y más atrevidos. Llegan las bicicletas y los patines con el Palacio de la Aljafería de testigo de una celebración y de una certeza: corro luego existo. Ha sido una ligera toma de contacto. Quizás una resurrección en toda regla después de hacer dos kilómetros en 30 minutos. Lento pero seguro. Y, como diría el poeta Halley en la voz de Joan Manuel Serrat, a vivir, a brillar, que son dos sílabas más fuertes que las del covid.