La sistemática corrupción que viene soportando el país desde 1992, el año del banderazo para las grandes inversiones públicas, está causando una cíclica y lógica alarma social. Los poderes ejecutivo y legislativo han sido incapaces de atajar este lamentable fenómeno. Por eso le toca ahora actuar al poder judicial, convertido un poco en la última trinchera de la democracia.

Quienes hayan conocido de cerca a los hijos de Jordi Pujol y de Marta Ferrusola, o a los políticos madrileños González y Granados habrán comprobado que sus apariencias no engañaban, y que sus pintas de sinvergüenzas o pícaros, de arrimados y horterillas, de marrulleros y nuevos ricos obedecían, en efecto, a un sustrato inmoral o enfermizo en sus naturalezas corruptas. Unos cuantos de estos presuntos delincuentes son responsables de que a España se le esté asimilando al exterior como uno de los países más viciosos del mundo, siendo que hablamos de la excepción, no de la regla, y que el español de a pie justo tiene, si alcanza, para llegar a treinta y uno de mes y pagar a Hacienda.

En algunos partidos, sin embargo, la corrupción ha alcanzado el orden institucional y por eso resulta tan instructivo, amén de muy divertido, leer la novela de Bernardo Carrión (Sin piedad punto org, editorial Amuzara) sobre las andanzas de un partido que se parece mucho al PP valenciano. Carrión, buen conocedor de esa Comunidad vecina, hilvana una novela negra que no por desternillante a ratos deja de ser menos seria, pues denuncia con puntos y comas, aunque con nombres supuestos (algunos fácilmente trasladables a la realidad) el escandaloso sistema de financiación que ha venido imperando desde la presidencia de Eduardo Zaplana hasta la alcaldía de Rita Barberá.

La novela de Carrión capta a la perfección el clima de prepotencia y la sensación de impunidad de esa clase de políticos que han regido autonomías, ayuntamientos, ministerios, bajo el signo del enriquecimiento indebido, el blanqueo, el tráfico de influencias y un sinfín de corruptelas que el común de los mortales, en nuestra ingenuidad, nos resistíamos a creer, hasta que la realidad, o ficciones tan realistas como la de Bernardo Carrión nos invitan u obligan a reflexionar si el problema de la corrupción no será endémico, consustancial e invencible, al albergarse en nuestros genes.

En cualquier caso, hay que amputar.