vista desde Aragón, la Comunidad de Madrid no tiene la menor importancia. Carece de acuerdos relevantes con la nuestra y cuando nuestros empresarios o autónomos, creadores o estudiantes tienen algo que hacer, negociar o invertir en Madrid y alrededores se las arreglan perfectamente sin Cristina Cifuentes. Cuya relevancia, hoy, es meramente (in)moral. Al haber vulnerado el código ético de las buenas prácticas políticas, la presidenta madrileña va a verse obligada a abandonar (es de esperar) la función representativa. Al no tratarse de una superclase, de una mujer de Estado, de alguien inefable, insustituible, lo aconsejable es que se vaya a su casa, el partido coloque un sustituto, o la oposición una alternativa, y problema solucionado.

Pero, para impedirlo, es aquí donde actúa el honor. Un concepto arcaico, completamente desfasado, al que se aferran personas que, como Cifuentes, el rector de la Universidad Rey Juan Carlos, o ese catedrático que reconstruye certificados de estudios, se rigen por los principios obsoletos de los hidalgos y las dueñas del Siglo de Oro. Ese impoluto honor, esa honra de quien con la cabeza alta es capaz de permanecer en pie con orgullo ante reyes y obispos, ante la justicia y ante Dios, es el capital humano que debe mantenerse limpio y conservarse a toda costa, frente a la sospecha, la calumnia o la investigación de un medio de comunicación. Caso que aparezca un desdoro, se descubra un pecadillo, aflore un negociete, falte un papel, se incurra en contradicción u olvido siempre será el otro, el falso acusador, el mal inquisidor, quien miente. Aquí nadie roba ni prevarica, nadie enchufa ni falsifica documentación. Son todos honorables, y Jordi Pujol el molt.

La gente, el pueblo, no solo no cree que lo sean, sino que comienza peligrosamente a pensar que uno de cada pocos representantes políticos no es ya que no sea noble ni hidalgo, sino que es un pícaro como Lazarillo, capaz de timar a un ciego, o como el Buscón, que metía el 2 de bastos para sacar el 2 de oros.

Bastaría con que nuestros políticos fuesen honestos. Que se limitaran a cumplir sus promesas y compromisos. A no mentir, a no prevaricar, a no robar. Pero esa mínima exigencia se incumple una y otra vez, de ahí el desapego, la desilusión, la crítica. Cifuentes no es una persona honorable, como dejó de serlo Pujol. Por eso no sirven ni deben seguir sirviendo.