Vaya por delante que escribir sobre uno mismo es raro. Más es hacerlo para el diario en el que trabajo porque no soy portavoz de nadie ni ejemplo de nada. Solo soy una simple periodista. Mi experiencia como afectada por el coronavirus es la de muchas otras tantas personas que en estos meses se han visto arrasadas por una enfermedad que si algo ha dejado en evidencia es que todos somos vulnerables. No entiende de edades, ni de gozar de buena salud y su alta contagiosidad nos debería hacer aún más responsables en el cuidado de las distancias en este periodo de desescalada.

El coronavirus, como canta Sabina, me robó literalmente el mes de abril. Me obligó a apartarme del camino 33 días con sus 33 noches, a mis también 33 años, y en ese tiempo he peregrinado por un desierto de altibajos. Afortunadamente lo he pasado en casa y con una terraza como salvavidas. Desgraciadamente me ha pillado sola. Esa fue y será la peor parte de esta enfermedad imprevisible que también toca la moral.

Ha sido todo muy extraño. Reconozco que tardé en dar la voz de alarma porque jamás pensé que podría estar contagiada. Interpreté la presión y los dolores en el pecho como un signo de ansiedad, tampoco le di importancia a la febrícula y el cansancio que sentía lo asocié a los días intensos de trabajo y a mi problema de tiroides. No tenía tos, ni mocos, ni síntomas cercanos que se asemejaran siquiera a un fuerte resfriado. Sin embargo, de repente perdí el olor y el sabor. Por aquel entonces la anosmia todavía no era considerada un síntoma de coronavirus.

A los tres días se fue el malestar pectoral, pero llegaron para quedarse los dolores de cabeza, las décimas de fiebre, las diarreas, los mareos, el agotamiento, la falta de apetito y unas dudas que empezaron a generarme cierto miedo y sentimiento de culpabilidad porque días antes había estado con mis padres. Pedí cita con mi médica y llame al 061 cuando supe además que, por motivos de trabajo (porque los periodistas también estamos expuestos), había tenido contacto directo con una persona contagiada. Ella entonces no lo sabía.

Ya con la baja laboral, me aislé. El paracetamol fue una prolongación más de mi cuerpo, las piernas me temblaban e iba del sofá a la cama sujetándome en las paredes. Solo quería que los síntomas no fueran a más. Pese a ser consciente de que era una afortunada siempre vislumbraba frases del tipo: ¿Y si sube la fiebre? ¿Y si me falta el aire? ¿Y si termino en el hospital? ¿Y si esto se complica? Dejé de escuchar las noticias, de leer la prensa y me salí de todos los grupos de whatsapp relativos al trabajo como si mis compañeros de EL PERIÓDICO o de la profesión tuvieran la culpa de algo. Lo cierto es que no me olvido de cada uno de los mensajes de apoyo que me mandaron. Gracias.

Y otra vez positivo

Estuve privada del gusto durante casi 15 días y a veces comí por obligación, perdí algunos kilos, mucha energía y otras tantas lágrimas. Porque si algo he hecho en estos 33 días ha sido llorar. Llorar egoístamente por estar bien mientras los fallecidos no dejaban de subir y las ambulancias no paraban de sonar. Llorar por echar de menos a alguien que, cara a cara, me mirara y me dijera que todo iba a ir bien. Y llorar también porque me apetecía. Porque cuando estamos malos parece que nos encanta echarnos más sal en la herida y victimizarnos sin tener la perspectiva real de que mi experiencia es solo un disgusto y las desgracias de verdad estaban en las ucis, en las residencias y en los hospitales.

Todo lo he compartido con mi médica de familia, Camino Fernández Falcón, del centro de salud Bombarda-Monsalud. Ella ha sido una gran aliada en este camino incierto. Me ha llamado todos los días, me ha hecho un seguimiento excepcional y su voz al otro lado del teléfono, pidiéndome paciencia y dándome ánimos, ha sido una bocanada de aire en medio del agobio.

Cuando creía que el virus ya había tenido tiempo suficiente de expandirse y ponerme en jaque, los resultados de la PCR volvieron a dar positivo. Abril se esfumó y la segunda muestra dio al fin negativo 33 días después. La liberación que se siente cuando te llaman del 061 y te dicen que estás curada no se puede explicar con palabras. Ese momento, con todas las sensaciones bailando entre sí, será sin duda uno de los más extraños y emocionantes de mi vida. Pero insisto, haber superado la enfermedad no me hace ser más que nadie. El coronavirus, con contagio o sin él, nos ha cambiado y marcado la vida a todos. Y yo solo soy una simple periodista.