Como el tranvía de Zaragoza tiene la virtud (al igual que las bicicletas) de poner de los nervios a una parte del personal, la noticia de que en su financiación las administraciones públicas pusieron 28 millones que no les correspondían encendió las redes y puso de muy buen humor a los partidarios del metro, el bus, el trambús... y por encima de todo, el coche privado. Llevamos así mucho tiempo y no seré yo quien aspire ya a convencer a nadie de nada. La movilidad en las grandes ciudades europeas evoluciona en un sentido claro: la pacificación de las calles, la restricción del tráfico (especialmente el de vehículos con motores de explosión diésel), el uso del transporte público y el reinado de los velocípedos. Pero no voy a eso.

La propia contabilidad municipal, los análisis de la Cámara de Cuentas y finalmente la auditoría externa encargada por la actual Corporación para pedirle cuentas al Gobierno aragonés nunca han detectado en las obras del tranvía sobrecostes inverosímiles, comisiones o algún tipo de latrocinio. Sí que pusieron de manifiesto cierto embarullamiento de algunas partidas menores, que se previeron para una cosa y acabaron destinadas a otra, y finalmente la alegría con la cual las instituciones implicadas destinaron fondos públicos a gastos indebidos, como el pago del IVA. Naturalmente esta irregularidad favoreció a los socios privados de la empresa que explota el tranvía, lo cual, cabe suponer, dará paso ahora a las correspondientes reclamaciones. De otro lado, lo que parece fuera de duda es que DGA y Ayuntamiento pusieron por lo legal cien millones, cincuenta cada cual, y el Pignatelli debe su parte al municipio. El consejero de Hacienda, Fernando Gimeno, sólo quiere pagar poco más de siete míseros kilates. Alucinante. No sólo porque la famosa auditoría desmiente sus pretensiones, sino por fue él, él mismo, quien en su día firmó el convenio para financiar el tranvía en su calidad de responsable económico de la Inmortal Ciudad. Sus evoluciones en la cúpula del circo político aragonés le han llevado a ser casi simultáneamente (ojo al casi) el trapecista que se lanza desde el volante y el portor que debe recibirlo, sujetarlo y evitar que se caiga. Pero, claro, nadie puede estar a la vez en dos sitios. Y entonces....

La colaboración público-privada, tan habitual, no para de darnos disgustos. Los contratos de las administraciones suelen estar trucados (los beneficiarios ofertan bajas temerarias porque algún buen amigo les ha prometido que luego les caerá un reformado que les compensará). Las sociedades mixtas integradas por instituciones, entidades financieras y empresas también acaban dando problemas. No digamos las externalizaciones o las concesiones de servicios. ¿Por qué, entonces, hay tantos y tan feroces partidarios de tal colaboración?

Aragon arrastra el tremendo barullo de la depuración de aguas, de las subvenciones y créditos a falsas empresas, de las compras y convenios dudosos, de contratas retorcidas (como la de las ambulancias), de adjudicaciones impresentables... En cuanto a Zaragoza capital, qué vamos a decir. Lo del tranvía es sólo un lío más.