Hubo un tiempo en el que los políticos no se andaban con tantos remilgos para impulsar el desarrollo de suelos yermos o en desuso. No era nueva ni vieja política, era la única que había y no siempre obedecía al interés de la ciudad. En ese contexto hay que encuadrar, hace 140 años, la creación de unos depósitos de agua en Zaragoza que nacieron insuficientes para la población.

Los que hoy se conocen como de Pignatelli, que antaño fueron de Torrero, surgieron en el lugar más inadecuado y con una capacidad escasa pero también como hoy, más de un siglo después, como una herramienta útil para generar dinero. No para la ciudad, sino para aquellos propietarios de suelo del que hoy se conoce como paseo Sagasta, que vieron en su puesta en marcha una oportunidad de revalorizar sus terrenos desde mucho antes de desarrollarlos.

La historia de los depósitos avanzará en los próximos años con un plan de reconversión que permitirá levantar en la zona más próxima a la calle Santiago Guallar un total de 107 pisos, que ayudarán a financiar la ampliación del parque Pignatelli y que enterrará para siempre ese uso que le ha dado nombre durante más de un siglo. Su puesta en funcionamiento fue en 1877 y su pasado está lleno de episodios que le acercan a la actualidad. Pasado que vuelve, que se repite.

La persona que ha elaborado el nuevo diseño futuro de estos depósitos, el jefe de Servicios de Planificación y Diseño Urbano en el área de Urbanismo del Ayuntamiento de Zaragoza, Ramón Betrán, conoce muchos de esos detalles históricos y recuerda que el propio parque Pignatelli fue «una operación especulativa» pensada para relanzar el que sería paseo Sagasta, como un «elemento de interés», al otro extremo del eje desde la plaza Paraíso, que sirviera para equilibrar precios de esas futuras viviendas.

El pleno del ayuntamiento decidió impulsar la construcción de unos depósitos de agua en esos terrenos que empezarían a construirse «en agosto de 1876, junto a los ya excavados por la administración francesa dos tercios de siglo antes». El agua se tomaría desde el canal y desde allí llegaría hasta la fuente de la Princesa de la plaza España (o de Neptuno) siguiendo el itinerario del paseo Sagasta, entonces llamado camino de Torrero, y el de Independencia.

Lo curioso es que en ese momento tuvo que camuflarse esa ejecución bajo la denominación de «mejora de los riegos públicos», porque en 1872 se había adjudicado la concesión municipal a una compañía, Edwin Clark, Punchard & Co, para explotar el abastecimiento del agua potable y que tres años después quiso revender en Inglaterra.

Para entonces, la obsesión de la ciudad era dar con un proyecto que sustituyera a la acequia del Pontarrón desde la que se abastecía a la red de fuentes que se había creado en 1862. Un ramal que bajaba por el llamado Camino de los Cubos (ahora calle Doctor Cerrada) y en la que la gente también lavaba. «El agua llegaba a las fuentes de una manera que daba vértigo. No es de extrañar que en la epidemia del cólera de 1885, Zaragoza fuera la ciudad de España con más fallecimientos por habitante», apunta Betrán.

Así que se decide ubicar allí los depósitos con un proyecto que preveía abastecer a 70.000 zaragozanos y dotarlos con 105.000 metros cúbicos de capacidad. Cuando se terminó, en 1877, la ciudad tenía 85.000 habitantes, y los depósitos, 40.000 metros cúbicos, 65.000 menos. Disponían de reservas para «unos pocos días» pero se iban rellenando, aunque a menor ritmo al que la gente se abastecía en las fuentes. Y no era de extrañar que se agotara. Por ejemplo en la de San Pablo.

Así que en 1898 se decide ampliarlos, dotarles con 32.000 metros cúbicos más y llegar a los 73.000 totales. Y se construye un vaso mucho más grande. Un depósito adicional que en el proyecto recién impulsado ahora, en el 2017, se dedicará a crear un anfiteatro vegetal y... las polémicas viviendas que paguen las obras.

Pues bien, esos terrenos volverán a ser privados más de un siglo después, porque entonces, a finales del siglo XIX ya lo eran. Eran propiedad de la familia de Felipe Guillén, un concejal de la época. «Y se le pagó muy caro», apunta Betrán. Así se configuraban los 32.000 metros cuadrados actuales que lindarían, ya con el parque Pignatelli, con la avenida Wilson (en homenaje al presidente norteamericano tras el armisticio que puso fin a la I Guerra Mundial), donde ahora se levanta el muro que le separa del andador. Ese eje no siempre ha sido zona verde, también fue calzada para dar continuidad al paseo Sagasta alrededor de una glorieta rodeada por el actual paseo Cuéllar, entonces llamado Siglo XX.

Y cuando todo estaba hecho, con la aparición de las viviendas en Sagasta, el ayuntamiento empezó a conceder permiso a sus dueños para tener un grifo en sus patios. No necesitarían nunca ir a la plaza España. Un trato privilegiado por aquella época, como también que fuera la primera calle con suministro eléctrico en la ciudad. El alumbrado público tardaría en estrenarse, hasta 1916.

«En 1905 se deciden a construir los depósitos de Casablanca», apunta Betrán, donde siempre debieron estar. Pero entonces ser concejal no equivalía a defender el interés público. De hecho, en la aprobación del plan de Sagasta se salieron «más de la mitad de los concejales» en la votación porque tenían terrenos en la zona.

Un siglo entero pasó hasta su cierre oficial pero nadie recuerda que su funcionamiento fuera indispensable con los de Casablanca en marcha. Cien años en los que el consistorio pocas veces pensó en tirar ese muro. La última, en 1985, barajó llevar allí el rastro aprovechando la reforma de la zona verde contigua. La primera, en 1919, para ampliar el parque, justo lo que ahora se va a hacer. A priori, el menos oscuro de los deseos que ha tenido en 140 años.