La fiesta del Samhaim de los pueblos celtas, en Estados Unidos tomó el nombre de Halloween, que es con el que generalmente ahora se conoce -prácticamente en todo el mundo- a la víspera del Día de Todos los Santos. Noche de alegre negro satén, cenizas y grisallas, nieblas que avanzan como blancos fantasmas en medio de la oscuridad, lechuzas y búhos reales que ululan desde la quebrada rama en un bosque de robles, románticamente iluminado por el fantasmagórico espectro de la luna llena.

Tiempo de brujas y cuentos de miedo contados por los abuelos a sus nietos, reunida la familia alrededor de la lumbre y el calor de la cadiera, de la que cuelga el cremallo desde lo alto de la chaminera, sosteniendo la olla de cobre del mondongo que reposa sobre las trébedes. Caras infantiles de royos mofletes, curiosas por saber el desenlace de la historia, mientras -como duendecillos y hadas- saltan las purnas desde las brasas que dan calor y vida al hogar.

«Truco o trato», caramelos o susto, brujas o santos, máscaras de calaveras y disfraces de esqueleto que marchan a contradanza de la desenfrenada alegría del carnaval. Castañas, magostos y vino de muertos, el que se guardó bajo la tierra, preservando al rojo caldo de toda su esencia y sabor, y que se degusta -a modo de celebración de reencuentro- en esta noche especial de puertas abiertas entre ambos mundos de vivos y muertos.

Tarde de lluvia, palomitas, sofá y películas de terror sobre jinetes medievales que cabalgan en la noche sin cabeza; anaranjadas calabazas ahuecadas y esculpidas con ojos, boca y nariz, de cuyo interior brota la luz de las lamparillas de aceite, como si fueran espectros. Noche de taberna y música folk irlandesa, de pintas y cerveza negra, compartidas alegremente entre amigos; brindis de leyenda, al toque de campana, por El Holandés Errante y por las almas que -como la tripulación de aquel fantástico velero- vagan errantes en pena. Noche de teatro en blanco y negro, con la emisión televisiva de Don Juan Tenorio, fanfarrón caballero de capa y espada y triste figura, quien en esta noche, en una apartada orilla de nombre difícil de recordar, y en la que más clara la luna brilla, discretamente -en un acompasado fundido a negro- desciende para siempre a los infiernos.

Día de huesos de santos que endulzan la vida y la muerte futura; bollas de pan con frutos secos y hierba buena; orquídeas y crisantemos que dan color y frescura a las cenizas de nuestros difuntos, fielmente preservadas, identificadas y custodiadas por las lápidas y las tumbas, en los cementerios. Oraciones de recíproca intercesión ante Dios, entre quienes aún gozamos de la felicidad en este mundo y quienes también lo son tras haber pasado a la otra orilla, en la que -algún día- nos habremos de reencontrar, unidos por el lazo eterno del amor.

* Historiador y periodista