Con las ventanas abiertas para que entre el fresco de la mañana o el airecillo nocturno, uno capta mejor la acústica urbana del plácido agosto. Para disfrutar del ruido, los viernes se pintan solos.

Al amanecer pía algún pajarillo despistado, pero a las ocho de la mañana la obra de enfrente rompe aguas y empiezan los martillazos, los gritos (hablando se entiende la gente) y el follón de los volquetes, las grúas y los compresores. Durante las horas siguientes, el estrépito del susodicho tajo sirve al menos para apagar los susurros internos de mi propio edificio: el bebé de abajo, el vecino aficionado al bricolaje, las subidas y bajadas por la escalera y demás; pero no ahoga los alaridos de las sirenas (vivo en una calle que es paso habitual de ambulancias) ni los ocasionales bramidos de aviones y helicópteros ni mucho menos la sierra de disco que alguien (no sé quién, pero ya tengo ganas de localizarlo) maneja en algún lugar muy próximo.

Frenan los autobuses en la parada del veintinueve, vuelven sierras y compresores en sesión de tarde. Al anochecer alborotan los televisores, más eso no es casi nada comparado con lo que viene luego. Cuando ya no hay obras ni bricolages, destacan sobre el supuesto silencio nocturno los escapes de las motocicletas y a partir de las doce el cris-cras ¡brooommm! de los camiones de la basura cada vez que engullen un contenedor lleno de porquería. Entonces, pasada la una de la madrugada, se hace un instante de silencio; mas apenas dan las dos, como ya es fin de semana, empiezan a pasar por la calle las pandillas que vuelven del Rollo . Así arranca una fase de cánticos, aullidos, imprecaciones, broncas, regurgitaciones, golpes a las persianas metálicas, llanto y crujir de dientes.

Pasada la marabunta, son las cuatro del día siguiente. Te dices: Ahora podré descansar. Y justo en ese momento se dispara la alarma de algún coche, tiu-tiu-tiu, que suena, se para, suena, se para... ¡Socorrooo!